Nos aprietan por todos lados, pero no nos aplastan; atribulados, no desesperamos; perseguidos siempre, mas nunca abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, somos continuamente entregados a la muerte por Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal. Así, pues, mientras en nosotros actúa la muerte, en vosotros se manifiesta la vida. Pero como nos impulsa el mismo poder de la fe -del que dice la Escritura «Creí, por eso hablé» (Sal 116,10)-, también nosotros creemos y por eso hablamos, sabiendo que Aquel que resucitó a Jesús nos resucitará también a nosotros con Jesús… Por eso no desfallecemos. Pues aunque nuestro hombre exterior se vaya deshaciendo, nuestro hombre interior se renueva día a día. Así, la tribulación pasajera nos produce un caudal inmenso de gloria. No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo invisible. Lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno (2 Cor 4,7-18).
Melitón de Sardes:
La tierra tembló y sus fundamentos se movieron, el sol se escondió, los elementos se descompusieron y el día cambió de aspecto (Mt 27,45-53; Mc 15,33-38; Lc 23,44-45). En realidad no pudieron soportar el espectáculo de su Señor suspendido de un madero. La creación, presa de espanto y estupor, se preguntó: «¿Qué es este nuevo misterio? El juez es juzgado y permanece tranquilo; lo invisible es visto y no se ruboriza; lo inasible es agarrado y no lo tiene en menosprecio; lo inconmensurable es medido y no reacciona; lo impasible padece y no toma venganza; lo inmortal muere y no objeta ni una palabra; lo celestial es sepultado y lo soporta (Jn 14,9). ¿Qué es este nuevo misterio?» La creación quedó estupefacta. Pero cuando nuestro Señor resucitó de los muertos, con su pie aplastó la muerte, encarceló al poderoso (Mt 12,29) y liberó al hombre, entonces toda la creación entendió que, por amor al hombre, el juez había sido juzgado, lo invisible había sido visto, lo inasible agarrado, lo inconmensurable medido, lo impasible había padecido, lo inmortal había muerto y lo celestial había sido sepultado. Nuestro Señor, en verdad, nacido como hombre, fue juzgado para conceder la gracia, fue encadenado para liberar, sufrió para usar misericordia, murió para vivificar, fue sepultado para resucitar.
Quien niega la resurrección anula nuestra predicación y nuestra fe. Pues, si la muerte no fue destruida, subsiste la acción del mal. Pues es evidente, que si no tuvo lugar la resurrección de Cristo, sigue siendo señora la muerte y no fue abolido su imperio, puesto que con la muerte nos circundan el pecado y todos los males: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado, vana es vuestra fe: ¡Continuáis todavía en vuestros pecados» (1Cor 15,16-17). Sólo mediante la resurrección de Cristo fue destruida la muerte (2Tim 1,10) y, con la muerte, el pecado.
La resurrección de Cristo es, con su cruz y muerte, el fundamento y centro de la fe cristiana. La tumba vacía y los ángeles -mensajeros y apóstoles- anuncian que el Sepultado no está en el sepulcro, sino que vive y se deja ver en la evangelización, en la Galilea de los gentiles (Mc 16,1-8), en la palabra y en la Eucaristía se da a conocer (Lc 24,30.41-42; Jn 21,5.12-13), apareciéndose el primer día de la semana y al octavo día, en el Día del Señor.
Nosotros celebramos el Día octavo con regocijo, por ser el día en que Cristo resucitó de entre los muertos, inaugurando la nueva creación.
Pedro y Juan en el sepulcro vacío hallaron los signos evidentes de la resurrección: las vendas y el sudario (Jn 20,6)… Que Jesús resucitó desnudo y sin vestidos significa que ya no iba a ser reconocido en la carne como necesitado de comida, bebida y vestidos, como antes había estado voluntariamente sometido a ellas; significa también la restitución de Adán al estado primero, cuando estaba desnudo en el paraíso sin avergonzarse. Sin dejar su cuerpo, en cuanto Dios, estaba rodeado de la gloria que conviene a Dios, «que se cubre de luz como un manto» (Sal 103,2).
Cristo resucita como primicias de los que duermen (He 26,23; 1 Cor 15,20; Col 1,18). En El se nos abre de nuevo el futuro y la esperanza de la resurrección de nuestros cuerpos mortales. Su resurrección es la garantía de nuestra resurrección final. En El tenemos ya la certeza de la victoria de la vida sobre la muerte: es la esperanza de la vida eterna

