Los_Angeles_y_el_Demonio_del_Mediodia
Fr. Armando Díaz, O. P
Hoy reina la modalatría, el imperio de lo efímero, de lo pasajero y perecedero. En este tema de los ángeles, como en cualquier otro, no se debe buscar lo «novedoso», sino lo eternamente nuevo, lo permanente. «Pero si nosotros mismos o un ángel del cielo os anuncia un evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema». (Gal. 1, 8), o aquello de: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mat. 24, 35; cfr. Jn. 6, 68-69).
La curiosidad, es querer saber, no por amor a la verdad, sino por un deseo desordenado.
EL DEMONIO DEL MEDIODÍA Y LA ACEDIA
“¿No es milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (Job, 7-1).
La existencia de todo hombre se presenta en una cierta exigencia de superación. Quien no se vence a sí mismo es un ser muerto, esclavo de las creaturas. En esto observamos que «las cosas muertas pueden ser arrastradas por la corriente; en cambio, sólo algo vivo puede ir contra la corriente» .
Dios crea al hombre para los bienes superiores, para realizar los grandes combates espirituales. Esta exigencia comienza desde el momento del nacimiento. «La aventura suprema es nacer. Nos encontramos de repente en una trampa espléndida y estremecedora. Ahí vemos de verdad algo que jamás habíamos soñado antes. Nuestro padre y nuestra madre están al acecho, esperándonos, y saltan sobre nosotros como si fueran bandoleros detrás de un matorral». «La aventura suprema de nacer» dice orden y relación a la aventura suprema de conquistar el Cielo y a las luchas espirituales que todo cristiano debe realizar.
Es necesario combatir no solamente contra sí mismo, contra la carne, sino también contra el demonio, el gran tentador. El buen cristiano debe vestirse con las armaduras espirituales. «Vestíos de toda armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo; que no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires. Tomad, pues, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo y vencido todo, os mantengáis firmes. Estad, pues, alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para anunciar el evangelio de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, con que podáis apagar los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salvación y la espada del espíritu, que es la Palabra de Dios» (Ef. 6, 11-17).
El verdadero discípulo, si ama coherentemente al Señor, debe esperar ser probado por El. Estamos en un valle de lágrimas, en un ámbito de pruebas, que se convertirá por el tiempo en el vino nuevo en el que se embriagarán los que triunfan en el Señor. El cristiano, al unirse a Cristo en la cruz, es un agónico. Lo agónico no hay que tomarlo simplemente como alguien que sufre, sino que es algo más. Agonía, del griego: agón, es lucha, combate. Agonistés es el combatiente, el luchador.
El cristiano es este ser agónico, es el que lucha, combate; el combate está en la naturaleza misma de su condición; sea que actúe, entonces es protagónico, o que enfrente y es antagónico. No debe quedarse a la orilla del camino como un espectador frío y calculador, sino entrar en el campo de batalla, sea que participe como protagonista o sea como antagonista combatiendo el error y haciendo crecer el bien.
En el escenario de la lucha, que es el mundo y también la propia alma, se encuentran los verdaderos aliados y, por otro lado, los enemigos. El auxilio principal, más excelso y poderoso, es Nuestro Señor Jesucristo.
Casiano, por ejemplo, imagina al Señor presidiendo los combates del asceta como juez y árbitro (cfr. Col. 7, 20). S. Jerónimo presenta a Cristo como general, rey y emperador que anima al que lucha, que está con él y que lucha por él. Y en otro lugar le dice a los monjes de Belén: «Jesús mismo, nuestro jefe, tiene una espada y siempre avanza delante de nosotros, y lucha por nosotros, y vence a los adversarios».
En realidad, su triunfo es nuestro triunfo: Victoria Domini triumphus servorum est: La Victoria del Señor es el triunfo de sus siervos. El mismo que en la guerra es nuestro escudo protector, será luego nuestra corona: quasi scutum protegit, quasi Deus coronat: ipse est scutum nostrum, ipse est corona nostra.
San Antonio abad, en medio de sus luchas y combates, le preguntaba al Señor: «¿Dónde estabas? ¿Por qué no te has aparecido desde el principio para hacer cesar mis dolores?». Y una voz le responde: «Estaba allí, Antonio. Esperaba para verte combatir» . Y junto a la ayuda de nuestro Señor, de la Virgen María -Reina de los combatientes en el Señor- se encuentran los ángeles. «El aire está lleno de santos ángeles que luchan por nosotros», escribe Evagrio.
En la Biblia, y muy particularmente en el Apocalipsis, vemos a los espíritus celestiales combatir contra Satán y sus huestes en auxilio de los fieles (cfr. Ap. 12, 7 y ss).
Y ahora pasemos al enemigo del alma: el demonio.
Es importante conocer algo acerca de él para vencerlo.
EL DIABLO
Antes de entrar al tema del demonio del mediodía, es fundamental explicar ¿quién es el demonio? y ¿cómo actúa? La respuesta tiene sentido. El demonio, ángel caído, rebelde y enemigo de Dios, ejercita un cierto influjo en todas las almas, tentándolas y buscando hacerlas caer en el pecado. Es causa extrínseca del mal; ataca desde afuera, insinuando y sugiriendo cosas malas. Aunque es necesario recordar el principio teológico que nos ha de orientar en estos problemas: la acción del demonio se limita a la parte sensitiva de nuestra alma, y no puede obrar directamente sobre nuestra inteligencia ni sobre nuestra voluntad.
Santo Tomás dice en sustancia: «Así como todo agente obra por un fin que le es proporcionado, del mismo modo el orden o la subordinación de los agentes corresponde al orden de los fines; ahora bien, Dios sólo pudo ordenar nuestra inteligencia y voluntad a la verdad y al bien universal y en último término a El mismo, que es el soberano Bien; por consiguiente, sólo El puede obrar inmediatamente sobre nuestra inteligencia y voluntad según su natural inclinación, que viene de El y El la conserva” (Suma Teológica. I, 105, 4; I-II, 109, 6) Solus Deus illabitur in anima.
Mas, cuando Dios lo permite, puede el demonio embestirnos, actuando sobre nuestra imaginación, sobre nuestra sensibilidad, sobre los objetos externos y sobre nuestro cuerpo, para inclinarnos al mal (cfr. S. Teol. I-II, 80). Limítase de ordinario a la tentación, mediante sugestiones y movimientos más o menos impetuosos; pero su acción llega algunas veces hasta la obsesión y en ciertos casos hasta la posesión. Y además, por su maldad, ejercita una cierta capitalidad con los que obran el mal. Es el rex superborum: rey de los soberbios.
Sto. Tomás se pregunta, en este sentido, si el demonio es cabeza de los malos y da la siguiente respuesta: «Ya se vio que la cabeza no sólo ejerce una influencia interna en los miembros, sino que también los gobierna externamente, dirigiendo sus actos a un fin. Así, pues, puede darse a uno el título de cabeza de una multitud, bien según ambos aspectos, o sea el influjo interior y el gobierno exterior (y así ocurre con Cristo cuando decimos que es cabeza de la Iglesia); bien según el gobierno exterior tan sólo (y así cualquier príncipe o prelado es cabeza de la multitud sometida a él). En este último sentido se dice que el demonio es cabeza de todos los malos, pues, al decir Job, es «el rey de los hijos de la soberbia». Ahora bien, es propio del gobernarte conducir a su propio fin a todos aquellos que gobierna.
El fin del demonio es apartar de Dios a la criatura racional; por eso desde el principio buscó separar al hombre de la obediencia a Dios. Este apartamiento de Dios tiene razón de fin cuando se lo desea como una liberación, según dice Jeremías: «Rompiste el yugo y las cadenas, y dijiste: No serviré». Cuando, pues, los hombres pecando se dirigen a ese fin, caen de lleno bajo el régimen y el gobierno del demonio. Y por esto se le llama cabeza de ellos.»(S. Teol. III, 8, 7).
La única manera de romper la capitalidad diabólica es no pecando y sometiéndose a Dios en todo; por ello debemos recordar que nuestra lucha principal no es «contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades…» (Ef. 6-12). Una lucha sin tregua. Y, ahora, para mejor ordenar las cosas, vamos a exponer algunos puntos acerca de este tema.
EL DEMONIO ¿QUIÉN ES?
El posee distintos nombres. Aparece como Satanás o Satán (Job, 1, 6), que significa el Adversario o el Acusador (Ip. 12, 12). Es la serpiente que tienta a nuestros primeros padres, haciéndolos caer (Gén. 3, 1); y a Nuestro Señor, (S. Mt. 4, 1-11; Mc.1, 12-13; Lc. 4, 1-13), por quien sale derrotado. El Apocalipsis lo hace sinónimo del Dragón, del diablo, (Ap. 12, 9; 20, 2). Es el seductor del mundo entero, arrojado a la tierra con sus ángeles.
Lucha contra S. Miguel, el ángel del Señor; es lo contrario a este santo ángel, pues Miguel significa: ¿Quién como Dios?; lo contrario al grito del demonio, que es, Non serviam: no serviré (Jer. 2, 20). El demonio es denominado por Cristo «el príncipe de este mundo» (cfr. Jn. 12, 31; 14, 30; 16, 11). Es el Maligno, bajo cuyo poder yace el mundo entero (Jn. 5, 19). Los demonios son espíritus caídos. Fueron creados por Dios como ángeles buenos, pero se levantaron contra El. Quisieron prescindir de Dios, no someterse a El.
El profeta Isaías describe la caída de este lucero brillante. «¿Cómo caíste del cielo, lucero brillante, hijo de la aurora, echado por tierra el dominador de las naciones? Y tú decías en tu corazón: subiré a los cielos, en lo alto, sobre las estrellas del cielo, elevaré mi trono y me sentaré en el monte de la asamblea, en las profundidades de Aquilón. Subiré sobre las cumbres de las nubes, y seré igual al Altísimo. Pues bien, al seol has bajado, a las profundidades del abismo» (Is. 14, 12-15); leemos en la carta de San Judas: «A los ángeles que no guardaron su principado y abandonaron su propio domicilio los reservó con vínculos eternos bajo tinieblas para el juicio del gran día».
San Pedro habla de los «ángeles que pecaron» (II Pedro 2, 4), y que «Dios no perdonó -observa San Juan- sino que, precipitándonos en el Tártaro, los entregó a las cavernas tenebrosas, reservándolos para el juicio» (I Jn. 3, 8). Pero los demonios, antes de pecar y condenarse, de elegir en contra Dios, eran buenos. La Iglesia, en el Concilio Lateranense IV (1215) enseña que el diablo (o Satanás), y los otros demonios fueron «creados buenos por Dios, pero se han hecho malos por su propia voluntad». Se condenaron porque quisieron.
La S. Escritura dice que «el diablo desde el principio peca» (I Jn. 3, 8), y es «homicida desde el principio y no se mantuvo en la verdad, porque la verdad no estaba en él» (Jn. 8, 44). El demonio, que es un ser perverso y pervertidor, recibe distintos nombres, según las Sagradas Escrituras.
El Papa Juan Pablo II dice en sus Catequesis: «Encontramos muchos otros nombres que describen sus nefastas relaciones con el hombre: «Belcebú» o «Belial», «espíritu inmundo», «tentador», «maligno» y finalmente «anticristo».
Se le compara a un «león», a un «dragón» y una «serpiente». Muy frecuentemente para nombrarlo se ha usado el nombre «diablo» del griego diabollein (del cual «diabolos»), que quiere decir: causar la destrucción, dividir, calumniar, engañar. Y a decir verdad todo esto sucede desde el comienzo por obra del espíritu maligno que es presentado en la Sagrada Escritura como una persona, aunque se afirma que no está solo: «somos muchos», gritaban los diablos a Jesús en la reunión de los gerasenos; «el diablo y sus ángeles», dice Jesús en la descripción del juicio futuro.» …

