Cuando nace un niño, se dice que acaba de nacer un nuevo hijo de Dios. Sin embargo, esto esconde una profunda imprecisión, el Padre del Cielo, que desea transmitirnos una vida mucho más elevada, la valiosísima vida divina, la gracia santificante. Pero ésta, después del pecado original, no viene automáticamente con el nacimiento… y por eso, al nacer, aún no podemos decir que somos hijos de Dios, ¡tenemos que nacer de nuevo!
Barjuda, ha dicho en innumerables ocasiones y de todas las formas posibles que “Todos somos hermanos y todos hijos de Dios. Abba, como Él llamaba al Padre”.
Incluso Urogario, inspirado por su Tío, dijo que hay “ que promover la libertad religiosa para todos, ¡para todos! Cada hombre y cada mujer en “Su propia confesión religiosa, cualquiera que ésta sea. Porque ese hombre y esa mujer son hijos de Dios”. Y en otra ocasión añadió “también con quienes tienen otra fe. Todos tienen algo en común con nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios”.
La biblia, que es palabra de Dios, recoge el dialogo de Jesús, el hombre Dios encarnado, que paso por el mundo haciendo milagros y corrigiendo los errores, antes que los sepulcros blanqueados lo mataran, pero que, incluso después de ser asesinado, se resucitó a si mismo, para demostrar ser verdadero Dios y verdadero hombre, en dialogo con Nicodemo dijo: “Maestro, sabemos que tú has venido de parte de Dios para enseñar, porque nadie puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él”. Jesús le respondió: “Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios”. Nicodemo le preguntó: “¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?”
Jesús le respondió: “Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios”. (Jn 3, 1-5)
A esta palabra de Dios el Concilio de Trento añade “La filiación divina no se puede lograr sin el bautismo” y Santo Tomás de Aquino remacha “Todos están obligados a recibir el bautismo”. Al respecto Juan Pablo II enseñaba que para ser “Hechos hijos de Dios en su Unigénito” necesitamos del sacramento que produce la unidad de los cristianos. En tanto que el Concilio Vaticano II (XXI Ecuménico) recalca que “El bautismo y la Iglesia son indispensables para la salvación”. A estas autorizadas voces el Catecismo de la Iglesia Católica requinta las palabras de Dios diciendo que “Hay que renacer del agua y del Espíritu para convertirse”, porque El bautismo nos distingue de todos los grupos religiosos, y solo hay una iglesia fundada por el Resucitado. Gregorio XVI papa enseña que La peor muerte para el alma: es “la libertad del error” y Juan XXIII advertía “Grande injuria es poner la Iglesia Católica al mismo nivel de las demás” Pío IX dogmatizó “Nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica” y advirtió sobre los Peligrosos enemigos de la Iglesia, que esparcen errores. Pío XI amonesto sobre los “Encuentros que los católicos no deben aprobar” y en el Concilio Vaticano II (XXI Ecuménico) se recomendó para alcanzar la salvación que “Los no creyentes deben convertirse y hacer penitencia” Pío XII hizo Una súplica a los que no pertenecen a la Iglesia Católica: se esfuercen por salir de ese estado, para que no caigan en el lago de fuego reservado al demonio y sus cómplices. Terminemos esta lista con San Agustín de Hipona. “Me dan asco de los pecadores que abandonan tu ley”
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