Semana santa es el tiempo e la pasión muerte y resurrección de Jesus de Nazaret.
Este Hombre-Dios, paso por el mundo haciendo el bien y sanando a los paralíticos, devolviéndole la vista a los ciegos, expulsando demonios y resucitando muertos.
Luego del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, atravesó el mar de galilea donde tuvo que calmar el viento y el mar, y continuó el viaje a jerusalen, realizando los mas grandes milagros, actuando abiertamente y mostrando su condición de hombre -Dios.
Este viaje que se puede hacer en 3 o días, le tomó mas de 20 dias, asi que a jerusalen delante de él llegaban noticias dia a dia, que advertían que el mesias venia a ser coronado Rey. En medio del poder y la Gloria de Dios.
Por eso cuando entro a Jerusalen fue recibido con Palmas, todos sabían que es el Mesias.
Entró Jesús en el Templo de Dios y arrojó de allí a cuantos vendían y compraban en él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, diciéndoles: Escrito está: “Mi casa será llamada casa de oración”; pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones.’
Llegáronse a él ciegos y rengos en el templo y los sanó.
Las gentes decían, «¡Bendito» el Rey» que viene en nombre del Señor!» ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!
Algunos fariseos de entre la multitud le dijeron: -Maestro, reprende a tus discípulos.
Él les respondió: -Os digo que si éstos callan gritarán las piedras.
Y dejándolos, salió de la ciudad a Betania, donde pasó la noche.
El Sanedrin re reunió y determinó matar a Lázaro a quien Jesús había resucitado.
En esto uno de ellos llamado Caifás, que era el sumo sacerdote les dijo:
os conviene el que muera un solo hombre por el bien del pueblo, y no perezca toda la nación. Mas esto no lo dijo por iniciativa propia; sino que, como era el sumo sacerdote, sirvió de instrumento a Dios, y profetizó que Jesús había de morir por la nación,
Y así desde aquel día no pensaban sino en hallar medio de hacerle morir.
A pesar de conocer las escrituras y que todo lo que estaba sucediendo estaba profetizado desde antiguo, ellos habían montado en el templo desde los tiempos de salomon, -cuando este dejo introducir los falsos dioses de sus mujeres en el templo- un negocio demasiado lucrativo, y, cuando Jesus rompe la banca del templo, el cambio de moneda, negocio del sanedrín y la sinagoga; la usura, expresamente prohibida, en Levítico 25:36 y Éxodo 22:25-27, y también condena a quienes la practican, ven amenazados sus privilegios y entienden que la única salida es matarlo.
Los evangelios narran 27 milagros, en este viaje, de los cuales 14 son curaciones de distintas enfermedades, cinco exorcismos, tres resurrecciones, dos prodigios de tipo natural y tres signos extraordinarios. Su propia resurrección.
Los evangelios narran las siguientes curaciones milagrosas obradas por Jesús:
Sanó la fiebre de la suegra de Pedro, en su casa en Cafarnaúm, tomándola de la mano (Mc 1,29-31; Mt 5,14-15; Lc 4,38-39);
Sanó a un leproso galileo mediante la palabra y el contacto de su mano (Mc 1,40-45; Mt 8,1-4; Lc 5,12-16);
Sanó a un paralítico en Cafarnaúm que le fue presentado en una camilla y al que había perdonado sus pecados, ordenándole que se levantara y se fuera a su casa (Mc 2, 1-12; Mt 9,1-8; Lc 5,17-26);
Sanó a un hombre con la mano seca en sábado en una sinagoga, mediante la palabra (Mc 3,1-6; Mt 12,9-14;Lc 6,6-11);
Sanó a una mujer que padecía flujo de sangre, que sanó al tocar el vestido de Jesús (Mc 5,25-34; Mt 9,18-26; Lc 8,40-56);
Sanó a un sordomudo en la Decápolis metiéndole los dedos en los oídos, escupiendo, tocándole la lengua y diciendo: «Effatá», que significa «ábrete» (Mc 7,31-37);
Sanó a un ciego en Betsaida poniéndole saliva en los ojos e imponiéndole las manos (Mc 8,22-26);
Sanó a Bartimeo, el ciego de Jericó (Mt 20,29-34; Mc 10,46-52;Lc 18,35-45);
Sanó a distancia al criado del centurión de Cafarnaúm (Mt 8,5-13, Lc 7,1-10, Jn 4,43-54; Jn 4,43-54;[25]
Sanó a una mujer que estaba encorvada y no podía enderezarse, mediante la palabra y la imposición de manos (Lc 13,10-17). Esta curación tuvo lugar también en sábado y en una sinagoga;
Sanó a un hidrópico en sábado, en casa de uno de los principales fariseos (Lc 14, 1-6).
Sanó a diez leprosos, que encontró de camino a Jerusalén, mediante la palabra (Lc 17,11-19).
Sanó a un hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo, en Jerusalén, en sábado (Jn 5,1-9).
Sanó a un ciego de nacimiento untándolo con lodo y saliva, tras lo cual le ordenó lavarse en la piscina de Siloé (Jn 9,1-12).
Realizó 5 exorcismos :
Expulsó a un demonio en la sinagoga de Cafarnaúm (Mc 1,21-28; Lc 4,31-37);
a otro en la región de Gerasa (Mt 8,28-34; Mc 5,1-21; Lc 8,26-39);
a otro que poseía a la hija de una mujer sirofenicia (Mt 15,21-28;Mc 7,24-30);
a otro que atormentaba a un epiléptico (Mt 17,24-20; Mc 9,14-27; Lc 9,37-43);
a un «demonio mudo» (Lc 11,14; Mt12,22).
Obró tres resurrecciones:
Resucitó una niña de doce años, la hija de Jairo (Mc 5,21-24, Mt 9,18-26, Lc 8,40-56). Jesús afirmó que la niña no estaba muerta, sino solo dormida (Mt 9,24;Mc 5,39;Lc 8,52).
al hijo de la viuda de Naín (Lc 7,11-17).
a Lázaro (Jn 11,1-44).
En el mar Tiberiades mostro su autoridad:
Jesús ordena a la tempestad que se calme y ésta obedece (Mt 8,23-27; Mc 4,35-41; Lc 8,22-25).
Jesús camina sobre las aguas (Mt 14,22-33; Mc 6,45-52; Jn 6,16-21).
Realizó Tres signos extraordinarios:
Multiplicación de los panes y los peces. Es el único de todos los milagros de Jesús que es registrado por todos los evangelios (Mc 6,32-44; Mt|14,13-21; Lc 9,10-17; Jn 6,1-13). Ocurre en dos ocasiones según los evangelios de Marcos (Mc 8,1-10) y Mateo (Mt 15,32-39);
la pesca milagrosa (Lc 5,1-11; Jn 21,1-19);
Él era, en el principio, junto a Dios:
Por Él, todo fue hecho, y sin Él nada se hizo de lo que ha sido hecho.
En Él era la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron.
La verdadera luz, la que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.
Él estaba en el mundo; por Él, el mundo había sido hecho, y el mundo no lo conoció. Él vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron.
Pero a todos los que lo recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios: a los que creen en su nombre. Los cuales no han nacido de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.
Y el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros —y nosotros vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre— lleno de gracia y de verdad. Juan 1:9-14
Jesús es tanto el Verbo Creador como el Juez del Apocalipsis. Esta doble realidad se expresa claramente en las Escrituras y en la teología cristiana:
Esta verdad se expresa de manera poderosa en el Evangelio según San Juan:
“En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. (…) Todo fue hecho por Él, y sin Él nada se hizo de cuanto existe.”
— Juan 1:1–3
Y luego:
“Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros…”
— Juan 1:14
Esto muestra que Jesucristo es el Logos eterno, el Hijo de Dios por quien y para quien fue creado todo el universo. Él es la Palabra viva que da existencia y sentido a todo lo creado.
En el Libro del Apocalipsis (o Revelación), Jesús aparece como el Cordero inmolado que es digno de abrir el libro con los siete sellos (Ap 5), y también como el Juez glorioso que vendrá al final de los tiempos:
“Vi el cielo abierto, y apareció un caballo blanco; el que lo montaba se llama Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y combate… Su nombre es: El Verbo de Dios.”
— Apocalipsis 19:11,13
“Entonces vi un gran trono blanco… Y los muertos fueron juzgados según sus obras…”
— Apocalipsis 20:11–12
Aquí se cumple su papel de Rey de reyes y Señor de señores, quien juzgará a vivos y muertos, trayendo justicia y consumando la historia.Non serviam, o no servire desata perversión sobre la armonía y reta las leyes absolutas de Dios sobre la creación.
Provocando o tentando para provocar, La caída del hombre en desgracia y su expulsión del jardín del eden, a pesar que Dios hablaba todas las tardes con Adan, el hombre desobedece, lo que tiene consecuencias nefastas para toda la creación , incluyendo al mismísimo creador.
Todas las obras de Dios respecto del hombre, desde el primer día de la existencia del género humano hasta el fin de los tiempos, tienen por objeto el establecimiento y desarrollo de Su Reino. Su omnipotencia le permitiría hacerlo sin nosotros, pero su infinita bondad desea nuestra colaboración, para que seamos partícipes de un destino inefablemente dichoso.
Antes de la caída, el hombre no estaba sometido a la muerte, como lo afirma la Sabiduría: “Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo” (Sabiduría 2, 24). Lo mismo dice San Pablo en Romanos 6, 23: “El salario del pecado es la muerte”.
La naturaleza se pervierte y el pervertidor altera o pretende alterar la obra divina.
El Catecismo de la Iglesia Católica, revela que:
El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios; para que nosotros conociésemos el amor de Dios; y para ser nuestro modelo de santidad.
El Verbo se encarnó para hacernos partícipes de la naturaleza divina. Para apoyar esta afirmación, el Catecismo ofrece una serie de citas patrísticas, y termina con estas palabras de Tomás de Aquino, tomadas del oficio del “Corpus”:
“el Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”. 2 Pedro (1,4): Por su divino poder, Dios nos ha concedido las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas nos hagamos partícipes de la naturaleza divina.
Referencias al mesías maltratado en la biblia
Isaías 53 es uno de los pasajes más destacados del Antiguo Testamento que la tradición cristiana interpreta como una profecía sobre la Pasión del Mesías. Este capítulo forma parte del llamado “Cántico del Siervo ” (Isaías 52:13–53:12), y describe a un siervo de Dios que es rechazado, maltratado, y sufre en lugar de otros. Aquí te doy una selección de versos clave y otras citas bíblicas que también aluden al sufrimiento del Mesías:
Isaías 52:13–53:12 (El Siervo Sufriente)
Isaías 53:3-7 (fragmentos):
«Despreciado y rechazado por los hombres, varón de dolores, experimentado en sufrimientos… Ciertamente él llevó nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores… Él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestras iniquidades… y por su llaga fuimos nosotros curados… como cordero fue llevado al matadero…»
“Sabed que mi siervo estará lleno de inteligencia y sabiduría; será ensalzado y engrandecido, y llegará a la cumbre misma de la gloria.
Al modo que tú, ¡oh Jerusalén !, fuiste en tu ruina el asombro de muchos; así también su aspecto parecerá sin gloria delante de los hombres, y en una forma despreciable entre los hijos de los hombres. El rociará o purificará a muchas naciones; en su presencia estarán los reyes escuchando con silencio, porque aquellos a quienes nada se había anunciado de él por sus profetas, lo verán, y los que no habían oído hablar de él, lo contemplarán. Isa 52:13
53:1 Mas ¡ay! ¿quién ha creído, o creerá a nuestro anuncio? ¿Y a quién ha sido revelado ese Mesías, brazo o virtud del Señor?
Porque él crecerá a los ojos del pueblo como una humilde planta, y brotará como una raíz en tierra árida; no es de aspecto bello, ni es esplendoroso: nosotros lo hemos visto, dicen, y nada hay que atraiga nuestros ojos, ni llame nuestra atención hacia él.
Lo vimos después despreciado, y el desecho de los hombres, varón de dolores, y que sabe lo que es padecer; y su rostro como cubierto de vergüenza y afrentado; por lo que no hicimos ningún caso de él.
Es verdad que él mismo tomó sobre sí nuestras dolencias y cargó con nuestras penalidades; pero nosotros lo reputamos entonces como un leproso, y como un hombre herido de la mano de Dios y humillado,
siendo así que por causa de nuestras iniquidades fue él llagado, y despedazado por nuestras maldades; el castigo de que debía nacer nuestra paz con Dios, descargó sobre él, y con sus moretones fuimos nosotros curados.
Como ovejas descarriadas hemos sido todos nosotros; cada cual se desvió de la senda del Señor para seguir su propio camino, y a él sólo le ha cargado el Señor sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros.
Fue ofrecido en sacrificio porque él mismo lo quiso; y no abrió su boca para quejarse; conducido será a la muerte sin resistencia suya, como va la oveja al matadero, y guardará silencio sin abrir siquiera su boca delante de sus verdugos, como el corderito que está mudo delante del que le esquila.
Después de sufrida la opresión e inicua condena, fue levantado en alto. Pero la generación suya ¿quién podrá explicarla? Arrancado ha sido de la tierra de los vivientes; para expiación de las maldades de mi pueblo le he yo herido, dice el Señor.
Y en recompensa de bajar al sepulcro le concederá Dios la conversión de los impíos; tendrá por precio de su muerte al hombre rico; porque él no cometió pecado, ni hubo dolo en sus palabras.
Y quiso el Señor consumirle con trabajos; mas luego que él ofrezca su vida como hostia por el pecado, verá una descendencia larga y duradera, y cumplida será por medio de él la voluntad del Señor.
Verá el fruto de los afanes de su alma, y quedará saciado. Este mismo Justo, mi siervo, dice el Señor, justificará a muchos con su doctrina o predicación; y cargará sobre sí los pecados de ellos.
Por tanto, le daré como porción, o en herencia suya, una gran cantidad de naciones: y repartirá los despojos de los fuertes; pues ha entregado su vida a la muerte, y ha sido confundido con los facinerosos, y ha tomado sobre sí los pecados de todos, y ha rogado por los transgresores.
Este texto habla claramente de un hombre inocente que sufre en lugar del pueblo. La tradición cristiana ve aquí una profecía sobre la pasión, muerte y redención llevada a cabo por Jesucristo.
El propio Jesus hace suyo el Salmo 22:1
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
Jesús cita estas palabras en la cruz (Mateo 27:46).
Salmo 22:7-8
«Todos los que me ven se burlan de mí… diciendo: ‘Que se encomiende al Señor; que él lo libre si de veras lo quiere.'»
Salmo 22:16-18
«Me han taladrado las manos y los pies… reparten entre sí mis vestidos y sobre mi ropa echan suertes.»
Zacarías 12:10
«Y derramaré sobre la casa de David… espíritu de gracia y de súplica; y mirarán a aquel a quien traspasaron…»
Una alusión profética que el evangelista Juan aplica a Jesús en la cruz (Juan 19:37).
Sabiduría 2:12-20 hace una descripción del justo perseguido:
«Acechemos al justo, porque nos resulta incómodo… Declarémonos en su contra con afrentas y tormentos, para ver si de verdad es protegido por Dios.»
Daniel 9:26
«…el Mesías será cortado, aunque no por sí mismo…»
Este verso, dentro de la profecía de las 70 semanas, es interpretado como una predicción del rechazo y la muerte del Mesías.
Antiguo vs Nuevo Testamento
| Profecía (AT) | Texto | Cumplimiento (NT) | Texto |
| Isaías 53:3-5 | «Despreciado y rechazado por los hombres… herido por nuestras rebeliones…» | Mateo 27:26-31 | Jesús es azotado, escarnecido y coronado de espinas. |
| Isaías 53:7 | «Como cordero fue llevado al matadero…» | Hechos 8:32-35 | Felipe explica este pasaje a un etíope como referente a Jesús. |
| Isaías 53:9 | «Con los impíos fue su sepultura, pero con el rico fue en su muerte…» | Mateo 27:57-60 | Jesús es sepultado en la tumba de José de Arimatea, un hombre rico. |
| Isaías 53:12 | «…intercedió por los transgresores.» | Lucas 23:34 | Jesús ora: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» |
| Salmo 22:1 | «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» | Mateo 27:46 | Jesús cita este salmo en la cruz. |
| Salmo 22:7-8 | «Se burlan de mí… ‘Que lo libre el Señor.'» | Mateo 27:39-43 | Multitudes se burlan de Jesús en la cruz. |
| Salmo 22:16 | «Han taladrado mis manos y mis pies.» | Juan 20:25-27 | Jesús muestra las marcas de los clavos en sus manos y pies. |
| Salmo 22:18 | «Reparten mis ropas y echan suertes sobre mi túnica.» | Juan 19:23-24 | Los soldados echan suertes por la túnica de Jesús. |
| Zacarías 12:10 | «Mirarán al que traspasaron.» | Juan 19:34-37 | Jesús es traspasado por una lanza y se cita este versículo. |
| Sabiduría 2:12-20 | «Acechemos al justo… condenémoslo a muerte ignominiosa…» | Mateo 26:59-68 | Jesús es acusado falsamente y maltratado por el Sanedrín. |
| Daniel 9:26 | «El Mesías será cortado…» | Lucas 23:46 | Jesús muere en la cruz entregando su espíritu. |
Lo curioso es que en el islam y otros movimientos también se habla de Jesús siendo perseguido y asesinado, aunque ellos mismos persiguieron el Cristianismo, lo que nos indica que , no solo es un figura histórica reconocida por todos los pueblos, sino que deja a los ateos y negacionistas de la verdad histórica de Jesucristo, como unos fundamentalistas de la ciencia, que exigen grabaciones historicas decalidad 4k o superior para aceptar un hecho cierto. Cuando mediante el método legal, esta comprobado que el hecho sucedió y que Jesus , el mesias caminó entre nosotros y fue asesinado por los Judios.
El libro o Corán, en la Sura 4:157-158 dice:
«Y dijeron [los judíos]: ‘Hemos matado al Mesías, Jesús, hijo de María, el mensajero de Dios’.
2. Judaísmo
En el judaísmo rabínico, Jesús es visto como una figura histórica, pero no como el Mesías. La pasión y crucifixión no tienen un significado teológico dentro de este movimiento. Que dejó de ser el pueblo elegido cuando pidió “crucifícale y que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos” y a partir de entonces el pueblo elegido según palabras del mismo Cristo, son aquellos que hacen la voluntad del padre y son Santos como el padre que está en el cielo es sano y luego lo ratifica, sed santos como yo soy santo. No es una petición, es una orden, sed es un verbo imperativo que manda.
Algunas fuentes rabínicas tardías (Talmud, Toledot Yeshu) mencionan la ejecución de un hombre llamado Yeshu, pero en términos negativos o polémicos.
Talmud (Sanedrín 43a)
“En la víspera de la Pascua colgaron a Yeshu. Durante 40 días, un heraldo salió anunciando: ‘Yeshu será apedreado por haber practicado hechicería y seducido a Israel’. Pero como no se encontró defensa, fue colgado en la víspera de la Pascua.”
Este texto, confirmaria una ejecución de un personaje con ese nombre. Estos inventos surgieron en jamnia, una ciudad en la costa cercana a tel aviv, cuando ante la destrucción de Jerusalem por parte de los Romanos, los fariseos le pagaron a Tito vespasiano, el general a cargo y que luego sería emperador, para que los dejara huir con el tesoro, dejando atrás al pueblo, huyeron con lo mejor del ejército, precipitando la toma de la ciudad.
Asi, el tesoro del templo, algunos dicen que 60 toneladas de oro, seria el inicio de un gran negocio de banca en el mundo. Pero también el inicio de una serie de persecuciones y negación del Cristianismo. una visión polémica y alternativa sobre Jesús (Yeshu) que aparece en algunas fuentes judías postbíblicas, particularmente en textos rabínicos tardíos y apócrifos, como el Talmud y el Toledot Yeshu, presentan una figura distinta y miserable, frente al Jesús verdadero
Toledot Yeshu (siglo VI-IX d.C.)
El Toledot Yeshu («Historia de Jesús») es un texto judío que también hicieron circular
En este texto:
Yeshu es hijo de Miriam (María) y un soldado romano llamado Pandera o Pantera.
Aprende magia en Egipto.
Se proclama Mesías y realiza milagros por hechicería.
Es condenado por las autoridades judías.
Sus seguidores roban su cuerpo y luego dicen que resucitó.
El propósito del texto era evitar la expansión del cristianismo y reclamar control narrativo sobre los orígenes de la fe cristiana.
No en vano en Hombre-Dios los había tratado de “sepulcros blanqueados, Raza de víboras, sinagoga de satanás, y habló de ellos como vuestro padre el diablo”
Jesús emite siete «ayes» o maldiciones contra los escribas y fariseos, incluyendo:
Mateo 23:13 – “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas! Porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres…”
Mateo 23:15 – “…recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y una vez hecho, lo hacéis hijo del infierno…”
Jesús les dijo “una raza malvada y fornicaria solicita una señal, y no le será dada una señal” Mt. 12, 38, y toda la Iglesia manifiesta lo mismo respecto a los judíos.
Existen dos medios de comprobación, Para llegar a la verdad:
El método científico, que debe repetir el evento hasta comprobar que es verdad, como cuando se pone un huevo en agua hirviendo y se constata que el huevo después de determinado tiempo se pone duro.
En los casos legales no se aplica porque por ejemplo habría que matar nuevamente a la víctima para establecer los “hechos”. El tiempo que demoro en desangrarse etc.
Existe otro método que se llama el método legal o forense , que se basa en testimonios, donde se llega a una conclusión basándose en la eficacia del testimonio. La cantidad de los testimonios y su correlación, que debe contemplar tres partes, testimonio Oral, testimonio Escrito y pruebas Materiales.
En este caso vamos a hablar de una verdad ocurrida hace unos 2000 años y negada por los, incrédulos Para quienes la biblia, la tradición y el magisterio no basta. Se trata del asesinato y posterior resurrección de Jesús, Cristo, el Mesías, El Dios vivo.
Los testigos o apóstoles, estuvieron dispuestos a pagar con su vida por este testimonio y es muy difícil que no solo ellos, sino millones después hayan ofrecido su vida por una mentira. Lo que nos demuestra que estaban convencidos que lo que vieron es cierto. Nadie da la vida por una mentira y es imposible que tantas personas en todo el mundo antiguo se hayan puesto de acuerdo para mentir sobre el mismo tema.
Jesús profetizó La Resurrección de entre los muertos y la asunción a los cielos (Lc 9,51)
“Llegará la hora en la cual todos los muertos que están en los sepulcros escucharán la voz del Hijo del Hombre, y saldrán los que obraron el bien para la resurrección de la vida, y los que obraron el mal para la resurrección del juicio” (Jn 5,25.28-29).
“He aquí que abriré vuestras tumbas y os sacaré de ellas. Arrancaré a mi pueblo de los sepulcros, pondré mi Espíritu en vosotros y sabréis que yo soy el Señor” (Ez 37,12-14).
“Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, vana nuestra fe. 1 Corintios 15:14
3. Hinduismo (versiones sincréticas o modernas)
En el hinduismo algunos movimientos sincréticos o como los Ramakrishna, Aurobindo, o los Hare Krishna han comparado a Jesús con un avatar (manifestación divina).
“Jesús es el sacrificio supremo, como Krishna se entregó en la batalla, Jesús lo hizo en la cruz.” – interpretación mística moderna.
No se niega la Pasión, pero se le da un sentido kármico o de auto-entrega divina. Algo asi que Jesús fue una reencarnacion de Brahma o Krishna
4. Budismo (versiones sincréticas)
El budismo zen, ve en Jesús un bodhisattva, un ser iluminado que sufre por compasión.
“La crucifixión es el acto final de compasión, como el bodhisattva que retrasa su iluminación por los demás.” – lectura budista.
5 Gnosticismo (cristianismo esotérico antiguo) fundado por un judío egipcio que había sido esclavo de una viuda rica y heredó su fortuna y libros de brujeria a la muerte de esta, Mani o manes se presenta a si mismo como el cristo reencarnado.
Los gnósticos del siglo II d.C. sostenían que el Cristo divino no sufrió realmente:
“El Cristo divino abandonó a Jesús antes de la crucifixión. Fue solo el cuerpo quien sufrió.” – Evangelio de Felipe (apócrifo gnóstico)
Varios evangelios apócrifos, que pueden ser de la época o posteriores a la vida de cristo, y que no fueron aceptados como canónicos y por eso no están en la biblia, nos traen también referencias a Jesús, asi como otros textos antiguos ofrecen relatos alternativos o complementarios sobre la Pasión, muerte y resurrección de Jesús.
3. Evangelio de Bartolomé
Aunque fragmentario, este evangelio ofrece una visión del descenso de Jesús al infierno y su confrontación con Satanás, destacando su victoria sobre las fuerzas del mal.
4 Evangelio de Tomás (c. 50–140 d.C.)
Una colección de 114 dichos atribuidos a Jesús, sin narrativa sobre su pasión o resurrección. Este texto refleja enseñanzas gnósticas y enfatiza el conocimiento espiritual.
2. Evangelio de Pedro (c. 100–150 d.C.)
Ofrece una descripción detallada de la pasión y resurrección de Jesús, con elementos únicos como una cruz parlante y una tumba vacía vigilada por soldados. Este texto fue excluido del canon por su enfoque docetista.
3. Evangelio de Nicodemo (Hechos de Pilato) (c. siglo IV)
Relata el juicio de Jesús ante Pilato y su descenso al Hades, donde libera a los justos. Este texto amplía los eventos de la pasión y resurrección desde una perspectiva diferente.
4. Evangelio de la Verdad (c. 140–180 d.C.)
Un texto gnóstico que interpreta la pasión de Jesús como un acto de revelación divina, enfatizando el conocimiento espiritual sobre el sufrimiento físico.
5. Evangelio de Felipe (c. siglo III)
Otro texto gnóstico que aborda temas como la unión espiritual y la interpretación simbólica de la crucifixión, sin centrarse en los aspectos históricos de la pasión.
6. Evangelio de María (c. siglo II)
Aunque no describe la pasión, este texto destaca el papel de María Magdalena como discípula cercana a Jesús y su comprensión de las enseñanzas espirituales.
Herejias modernas han presentado a Magdalena como madre de los hijos bastardos de Jesus, una de las herejías mas sucias, que ha tenido amplia difusión y se han hecho películas y libros para engañar incautos y robar la fé de los tibios.
Los Rollos del Mar Muerto, descubiertos en Qumrán, en el fragmento 4Q285 conocido como (Fragmento del Mesías Sufriente): Describe a un líder que sufre y muere, lo que algunos interpretan como una prefiguración del Mesías sufriente.
En La República de Platón, específicamente en el Libro II (361e–362a), encontramos una referencia impresionante y profética en apariencia: un hombre perfectamente justo que será torturado y ejecutado por su justicia. Este pasaje ha llamado la atención de muchos filósofos y teólogos cristianos por su resonancia con la figura de Cristo siglos antes del cristianismo. Pero Platón no es el único.
una recopilación de citas de textos antiguos (anteriores o contemporáneos al cristianismo) hablan de un justo perseguido, maltratado o asesinado por su virtud:
🏛️ 1. Platón – La República II, 361e–362a
“El hombre verdaderamente justo… no será estimado así por los hombres… será azotado, torturado, encadenado, le quemarán los ojos, y, después de sufrir todos los males, será colgado o crucificado.”
👉 Se usa como contraste en el argumento de Glaucón, pero su parecido con la Pasión de Cristo es impactante.
📜 2. Libro de la Sabiduría (Sabiduría 2:10-20)
(Deuterocanónico, siglo I a.C., influyó en la mentalidad judía helenística)
“Acechemos al justo… Es incómodo para nosotros… Se gloria de tener a Dios por padre. Veamos si sus palabras son verdaderas; probémoslo con afrenta y tormento… Condenémoslo a muerte ignominiosa…”
👉 Texto citado en la tradición cristiana como descripción del rechazo del Mesías.
⚖️ 3. Esquilo – Prometeo encadenado (ca. siglo V a.C.)
“Yo, que di fuego a los hombres, soy clavado a esta roca… por haber amado a los mortales más de lo que a los dioses les convenía.”
👉 Prometeo, benefactor de la humanidad, es castigado por los dioses por hacer el bien a los hombres. Figura de justo sufriente, precursora del motivo del mártir.
🐢 4. Confucio – Los Anales de Primavera y Otoño (siglo V a.C.)
Aunque Confucio no describe una crucifixión, sí aborda la incomprensión del sabio y justo:
“El hombre virtuoso será incomprendido por la mayoría. Su virtud será su propia condena en tiempos de ignorancia.”
👉 El justo como víctima del mal gobierno o del pueblo ignorante.
🕯️ 5. Libro de Enoc (1 Enoc 38–39; siglo II a.C.)
“¡Ay de vosotros, pecadores, que perseguís al justo! Seréis entregados a la oscuridad eterna…”
👉 Texto judío apocalíptico que contrasta la suerte del justo perseguido con el destino final de los impíos.
🏺 6. Eurípides – Hipólito y otros dramas (siglo V a.C.)
Los héroes trágicos, muchas veces injustamente acusados y condenados, como Hipólito, Edipo, o Antígona, muestran cómo los justos son perseguidos por su pureza o fidelidad a principios superiores.
“Aquel que guarda su lengua y se mantiene puro ante los dioses, muchas veces es quien más sufre.”
La crucifixión
Los cuatro evangelistas nos hablan de las horas en las que Jesús sufre y muere en la cruz. Concuerdan en lo esencial del acontecimiento, pero con matices diferentes en los detalles. Lo interesante en estas narraciones es que están llenas de alusiones y citas del Antiguo Testamento: la Palabra de Dios y el acontecimiento se compenetran mutuamente. Los hechos, , están repletos de palabra, de sentido; y también viceversa: lo que hasta ahora había sido sólo palabra —a veces palabra incomprensible— se hace realidad, y sólo así se abre a la comprensión.
Tras este modo particular de narrar hay un proceso de aprendizaje de la Iglesia naciente, y que ha sido determinante para que ésta llegara a formarse. En un primer momento, el que Jesús acabara en la cruz era sencillamente un hecho irracional que ponía en cuestión todo su anuncio y el conjunto de su propia figura. El relato sobre los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35) describe el camino que hicieron juntos, su conversación en la búsqueda común, como un proceso en el que la oscuridad de las almas se va aclarando poco a poco gracias al acompañamiento de Jesús (cf. v. 15). Aparece con claridad que Moisés y los Profetas, que «toda la Escritura», habían hablado de los acontecimientos de esta Pasión (cf. v. 26s): lo «absurdo» manifiesta ahora su más profundo significado. En el acontecimiento aparentemente sin sentido se ha abierto en realidad el verdadero sentido del camino humano; el sentido ha conseguido la victoria sobre el poder de la destrucción y del mal.
Lo que aquí se resume, en un largo coloquio de Jesús con dos discípulos, fue para la Iglesia naciente todo un proceso de búsqueda y maduración. A la luz de la resurrección, a la luz del don de un nuevo caminar en comunión con el Señor, se tuvo que aprender a leer el Antiguo Testamento de modo nuevo: «En efecto, nadie se había esperado un final del Mesías en cruz. O quizás, ¿se habían solamente ignorado hasta aquel momento las correspondientes alusiones en la Sagrada Escritura?. No fueron las palabras de la Escritura lo que suscitó la narración de los hechos, sino que los hechos, en un primer momento incomprensibles, llevaron a una nueva comprensión de la Escritura.
Así, la concordancia que se encuentra entre hecho y palabra no solamente determina la estructura de los relatos del acontecimiento de la Pasión (y de los evangelios en general), sino que es constitutiva para la misma fe cristiana. Sin ella no se puede entender el desarrollo de la Iglesia, cuyo mensaje recibió, y recibe todavía, su credibilidad y su relevancia histórica precisamente de esta trabazón entre sentido e historia: donde este lazo se deshace, se disipa la misma estructura básica de la fe cristiana.
En la narración de la Pasión se encuentran intercaladas múltiples alusiones a textos del antiguo testamento. Dos de ellos son de fundamental importancia, porque abrazan e iluminan teológicamente, por decirlo así, todo el arco del acontecimiento de la Pasión: son el Salmo 22 e Isaías 53. Echemos por tanto una rápida mirada sobre estos dos textos, que son básicos para la unidad entre, palabra de la Escritura (Antiguo Testamento) y acontecimiento de Cristo (Nuevo Testamento).
El Salmo 22 es el gran grito angustiado del Israel que sufre al Dios que aparentemente permanece en silencio. La palabra «gritar», que después tiene una importancia central en el relato sobre Jesús en la cruz, sobre todo en Marcos, caracteriza, por decirlo así, el tono de este Salmo. Comienza inmediatamente diciendo: «A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza». Se deja oír toda la pena de quien sufre ante el Dios aparentemente ausente. Aquí ya no basta un simple llamar o implorar. En la extrema angustia, la oración se convierte necesariamente en un clamor.
Este escarnio se convierte en un desafío a Dios y, así, en una afrenta todavía mayor al desdichado: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere». El sufrimiento indefenso es interpretado como prueba de que Dios no ama verdaderamente al afligido. El versículo 19 habla del echar a suertes sus vestidos, como ocurrió de hecho a los pies de la cruz.
Pero el grito de angustia se transforma después en una profesión de confianza, más aún, en tres versículos se anticipa y se celebra la gran acogida que ha obtenido. Ante todo: «Él es mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de sus fieles» (v. 26). La Iglesia naciente es consciente de ser la gran asamblea en la que se celebra la acogida de quien implora, su salvación: la resurrección. Siguen después otros dos elementos sorprendentes. La salvación no se limita solamente al orante, sino que se convierte en un «saciar a los desvalidos» (v. 27). Y, más aún: «Volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos» (v. 28).
¿Cómo podía la Iglesia naciente dejar de intuir en estos versículos, por un lado, el misterioso banquete nuevo, el «saciar a los desvalidos», que el Señor le había dado en la Eucaristía? Y, por otro, ¿cómo no ver allí el acontecimiento insospechado de la conversión de los pueblos del mundo al Dios de Israel, al Dios de Jesucristo; es decir, que la Iglesia se formaba con gentes de todos los pueblos? La Eucaristía (la alabanza: v. 26; el saciar: v. 27) y el universalismo de la salvación (v. 28) aparecen como la gran acogida de Dios, que responde al grito de Jesús. Es importante tener siempre presente la amplia gama de acontecimientos contenidos en este Salmo para entender por qué tiene un papel tan central en la narración de la cruz.
Del segundo texto fundamental —Isaías 53—se puede percibir de nuevo el asombro del primer cristianismo, y del asombro continuo de todo aquel que lo lee por primeravez, un texto escrito 500 años antes de cristo describe exactamente el viernes santo y al ir comprobando que el camino de Jesucristo ya se había ido anunciando paso a paso. El profeta —leído ahora con todos los medios modernos del análisis crítico del texto—habla como si fuera un evangelista.
La primera palabra de Jesús en la cruz:
«Padre, perdónalos»
La primera palabra de Jesús en la cruz, pronunciada casi mientras lo crucificaban, es la petición de perdón para quienes le tratan así: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Lo que el Señor había predicado en el Sermón de la Montaña, lo cumple aquí personalmente. Él no conoce odio alguno. No grita venganza. Suplica el perdón para todos los que lo ponen en la cruz y da la razón de esta súplica: «No saben lo que hacen».
Esta palabra sobre la ignorancia vuelve después en el discurso de san Pedro en los Hechos de los Apóstoles. En él se comienza recordándole a la muchedumbre que se había reunido en el pórtico de Salomón tras la curación de un lisiado: «Rechazasteis al santo, al justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida; pero Dios lo resucitó de entre los muertos» (3,14s). Pedro, después de este doloroso recuerdo, que ya había incluido en su discurso de Pentecostés y que traspasó entonces el corazón de la gente (cf. 2,37), prosigue: «Sin embargo, hermanos, yo sé que lo hicisteis por ignorancia, y vuestras autoridades lo mismo» (3,17).
El motivo de la ignorancia aparece una vez más en una nota autobiográfica del pasado de san Pablo. Recuerda que él mismo había sido anteriormente «un blasfemo, un perseguidor y un violento»; y añade a continuación: «Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía» (1 Tm 1,13). Si se tiene en cuenta su anterior orgullo de perfecto discípulo de la Ley, que conocía y cumplía la Escritura, ésta es una palabra dura: él, que había estudiado con los mejores maestros y podía considerarse a sí mismo como un verdadero escriba, ahora, mirando hacia atrás, debe reconocer que había sido un ignorante.
Pero es precisamente la ignorancia lo que le ha salvado, haciéndole capaz de conversión y de perdón. Ciertamente, esta combinación entre docta erudición y profunda ignorancia debe hacer reflexionar. Revela lo problemático de un saber que se cree autosuficiente, y por eso no alcanza la verdad misma que debería transformar al hombre.
Esta relación entre saber e ignorancia aparece también de otra manera en la narración de los Magos de Oriente. Los sumos sacerdotes y los escribas saben exactamente dónde debía nacer el Mesías. Pero no lo reconocen. Siendo sabios, permanecen ciegos (cf. Mt 2,4-6).
Es obvio que esta coexistencia entre saber e ignorancia, de conocimiento material y profunda incomprensión, existe en todos los tiempos. Por eso la palabra de Jesús sobre la ignorancia, con sus aplicaciones en las distintas situaciones de la Escritura, debe sacudir también, precisamente hoy, a los presuntos sabios. ¿Acaso no somos ciegos precisamente en cuanto sabios? ¿No somos quizás, justo por nuestro saber, incapaces de reconocer la verdad misma, que quiere venir a nuestro encuentro en aquello mismo que sabemos? ¿Acaso no esquivamos el dolor provocado por la verdad que traspasa el corazón, esa verdad de la que habló Pedro en su discurso de Pentecostés? La ignorancia atenúa la culpa, deja abierta la vía hacia la conversión. Pero no es simplemente una causa eximente, porque revela al mismo tiempo una dureza de corazón, una torpeza que resiste a la llamada de la verdad. Por eso es más consolador aún para todos los hombres y en todos los tiempos que el Señor, tanto respecto a los que verdaderamente no sabían —los verdugos— como a los que sabían y lo condenaron, haya puesto la ignorancia como motivo para pedir que se les perdone: la ve como una puerta que puede llevarnos a la conversión.
En el Evangelio aparecen tres grupos de gente que se burlan de Jesús. Primero, el de los que pasaban por allí. Repiten al Señor las palabras con las que se refería a la destrucción del templo: «¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (Mc 15,29s). Quienes se mofan así del Señor expresan con ello su desprecio por el impotente, le hacen sentir una vez más su debilidad. Al mismo tiempo, le quieren hacer caer en tentación, como ya intentó el diablo: «Sálvate a ti mismo. Utiliza tu poder». No saben que justamente en este momento se está cumpliendo la destrucción del templo y que, así, se está formando el nuevo templo.
Al final de la Pasión, con la muerte de Jesús, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo, como narran los Sinópticos (cf. Mt 27,51; Mc 15,38; Lc 23,45).
Ahora, en el momento de la muerte de Jesús, este velo se desgarra de arriba abajo. Con eso se alude a dos cosas: por un lado, se pone de relieve que la época del antiguo templo y sus sacrificios se ha acabado; en lugar de los símbolos y los ritos, que apuntaban al futuro, ahora se hace presente la realidad misma, el Jesús crucificado que nos reconcilia a todos con el Padre. Pero, al mismo tiempo, el velo rasgado del templo significa que ahora se ha abierto el acceso a Dios. Hasta aquel momento el rostro de Dios había estado velado. Sólo mediante signos y una vez al año, el sumo sacerdote podía comparecer ante él. Ahora, Dios mismo ha quitado el velo, en el Crucificado se ha manifestado como el que ama hasta la muerte. El acceso a Dios está libre.
El segundo grupo de los que se burlan está formado por los miembros del Sanedrín. Mateo menciona las tres categorías de sus componentes: sacerdotes, escribas y ancianos. Éstos formulan sus palabras de escarnio refiriéndose al Libro de la Sabiduría que, en el capítulo 2, habla del justo que estorba la vida malvada de otros, se llama a sí mismo hijo de Dios y es condenado a la desventura (cf. Sb 2,10-20). Los miembros del Sanedrín, remitiéndose a aquellas palabras, dicen ahora de Jesús, el crucificado: «¿No es el rey de Israel?; que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora.
¿No decía que era Hijo de Dios?» (Mt 27,42s; cf. Sb 2,18). Sin percatarse de ello, quienes se mofan así reconocen con su actitud que Jesús es realmente Aquel del que se habla en el Libro de la Sabiduría. Precisamente en la situación de impotencia exterior, Él se revela como el verdadero Hijo de Dios.
Platón, en su obra sobre el Estado intenta imaginarse cuál hubiera sido el destino del justo perfecto en este mundo, llegando a la conclusión de que habría sido crucificado (cf. Politeia II, 361e-362a). Esta idea apunta directamente a Jesús. Precisamente en el escarnio, el misterio de Jesucristo se demuestra verdadero. Así como no se había dejado seducir por el diablo para que se tirase desde el pináculo del templo (cf. Mt 4,5-7; Lc 4,9-13), tampoco cede ahora a esta tentación. Él lo sabe: Dios mismo le salvará, pero de modo diferente al que esta gente se imagina aquí. La resurrección será el momento en el que Dios lo librará de la muerte y lo confirmará como el Hijo.
El tercer grupo de los que se mofan lo forman quienes fueron crucificados con Él, y que Mateo y Marcos caracterizan con la misma palabra léstés (bandido), con la que Juan describe a Barrabás (cf. Mt 27,38; Mc 15,27; in 18,40). Queda claro así que se les califica como combatientes de la resistencia, a los cuales, para criminalizarlos, los romanos dieron simplemente el apelativo de «bandidos». Son crucificados junto con Jesús porque se les había declarado culpables del mismo crimen: resistencia contra el poder romano.
En Jesús, sin embargo, el tipo de delito es diferente al de los otros dos, que tal vez habían participado con Barrabás en su insurrección. Pilato sabe muy bien que Jesús no había pensado en algo como eso y, por ello, en la inscripción para la cruz define el «delito» de manera singular: «Jesús el Nazareno, el rey de los judíos» (In 19,19). Hasta aquel momento Jesús había evitado el título de Mesías o de rey, o bien lo había puesto inmediatamente en relación con su Pasión (cf. Mc 8,27-31), para impedir interpretaciones erróneas. Ahora, el título de rey puede aparecer delante de todos. En las tres grandes lenguas de entonces, Jesús es proclamado rey públicamente.
Es comprensible que los miembros del Sanedrín se vieran contrariados por este título, con el que Pilato quiere seguramente expresar también su cinismo contra las autoridades judías y, aunque con retraso, vengarse de ellos. Pero esta inscripción, que equivale a una proclamación como rey, está ahora ante la historia del mundo. Jesús ha sido «elevado». La cruz es su trono desde el que atrae el mundo hacia sí. Desde este lugar de la extrema entrega de sí, desde este lugar de un amor verdaderamente divino, Él domina como el verdadero rey, domina a su modo; de una manera que ni Pilato ni los miembros del Sanedrín habían podido entender.
Pero a las burlas no se unen los dos crucificados con Él. Uno de ellos ve el misterio de Jesús. Sabe y ve que el «delito» de Jesús era de un tipo completamente diferente; que Jesús no era un simple ambicioso o ladrón. Y ahora se da cuenta de que este hombre crucificado a su lado hace realmente visible el rostro de Dios, es el Hijo de Dios. Y, entonces, le implora: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Cómo haya imaginado exactamente el buen ladrón la entrada de Jesús en su reino y, por tanto, en qué sentido haya pedido que Jesús se recordara de él, no lo sabemos. Pero, obviamente, ha entendido precisamente en la cruz que este hombre sin poder alguno es el verdadero rey; Aquel que Israel estaba esperando, y junto al cual no quiere estar solamente ahora en la cruz, sino también en la gloria.
La respuesta de Jesús va más allá de la petición. En lugar de un futuro indeterminado habla de un «hoy»: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (23,43). También estas palabras están llenas de misterio, pero nos enseñan ciertamente una cosa: Jesús sabía que entraba directamente en comunión con el Padre, que podía prometer el paraíso ya para «hoy». Sabía que reconduciría al hombre al paraíso del cual había sido privado: a esa comunión con Dios en la cual reside la verdadera salvación del hombre.
Así, en la historia de la espiritualidad cristiana, el buen ladrón se ha convertido en la imagen de la esperanza, en la certeza consoladora de que la misericordia de Dios puede llegarnos también en el último instante; la certeza de que, incluso después de una vida equivocada, la plegaria que implora su bondad no es vana. «Tú que escuchaste al ladrón, también a mí me diste esperanza», reza, por ejemplo, el Dies irae.
Mateo y Marcos concuerdan en decir que, a la hora nona, Jesús exclamó con voz potente: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46; Mc 15,34). Transmiten el grito de Jesús en una mezcla de hebreo y arameo y lo traducen después al griego.
Ante todo hay que considerar el hecho de que, según el relato de ambos evangelistas, los que pasaban por allí no comprendieron la exclamación de Jesús, pero la interpretaron como un grito dirigido a Elías. En estudios eruditos se ha tratado de reconstruir precisamente la exclamación de Jesús de modo que, por un lado, pudiera ser malentendida como un grito hacia Elías y, por otro, fuera la exclamación de abandono del Salmo 22 que la comunidad creyente ha comprendido la exclamación de Jesús como el inicio del Salmo 22 y, sobre esta base, la ha podido comprender como un grito verdaderamente mesiánico.
No es un grito cualquiera de abandono. Jesús recita el gran Salmo del Israel afligido y asume de este modo en sí todo el tormento, no sólo de Israel, sino de todos los hombres que sufren en este mundo por el ocultamiento de Dios. Lleva ante el corazón de Dios mismo el grito de angustia del mundo atormentado por la ausencia de Dios. Se identifica con el Israel dolorido, con la humanidad que sufre a causa de la «oscuridad de Dios», asume en sí su clamor, su tormento, todo su desamparo y, con ello, al mismo tiempo los transforma.
Como hemos visto, el Salmo 22 impregna la narración de la Pasión y va más allá. La humillación pública, el escarnio y los golpes en la cabeza de los que se mofan, los dolores, la sed terrible, el traspasarle las manos y los pies, el echar a suertes sus vestidos: la Pasión entera está como narrada anticipadamente en este Salmo. Pero, mientras Jesús pronuncia las primeras palabras del Salmo, se cumple ya en último análisis la totalidad de esta magnífica oración, incluida también la certeza de que será escuchada, y que se manifestará en la resurrección, en la formación de la «gran asamblea» y en el saciar el hambre de los pobres (cf. vv. 25ss). El grito en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la salvación, no solamente para Jesús mismo, sino para «muchos», los Padres de la Iglesia, con su modo de comprender la oración de Jesús, se han acercado mucho más a la realidad. Ya para los orantes del Antiguo Testamento las palabras de los Salmos no corresponden a un sujeto individual cerrado en sí mismo, palabras asociadas a la vez en la oración todos los justos que sufren, todo Israel, más aún, la humanidad entera en lucha; por eso estos Salmos abrazan siempre el pasado, el presente y el futuro. Están en el presente del dolor y, sin embargo, llevan ya en sí el don de ser escuchados, de la transformación.
Los Salmos —nos dice Agustín—que recita Cristo, ora a la vez como Cabeza y como Cuerpo Ruega como «Cabeza», como Aquel que nos une a todos en un sujeto común y nos acoge a todos en sí. Y ora como «Cuerpo», en el sentido de que tiene presente la lucha de todos nosotros, nuestras propias voces, nuestra tribulación y nuestra esperanza. Nosotros mismos somos orantes de este Salmo, pero ahora de manera nueva en la comunión con Cristo. Y, a partir de Él, pasado, presente y futuro van siempre unidos.
Una y otra vez nos encontramos en el hoy saturado de sufrimiento. Pero, siempre también, la resurrección y la saciedad de los pobres ocurren ya «hoy». En una perspectiva como ésta, nada se quita al horror de la Pasión de Jesús. Por el contrario, aumenta, porque no es solamente individual, sino que lleva realmente en sí la tribulación de todos nosotros. Al mismo tiempo, sin embargo, el sufrimiento de Jesús es una pasión mesiánica, un sufrir en comunión con nosotros, por nosotros; un ser-con que proviene del amor, y lleva consigo así la redención, la victoria del amor.
Los evangelistas nos dicen que los cuatro soldados encargados de la ejecución de Jesús se repartieron sus vestidos echándolos a suerte. Eso respondía a la costumbre romana, según la cual las ropas del ejecutado correspondían al pelotón de ejecución. Juan cita explícitamente el Salmo 22,19 con estas palabras: «Se repartieron mis ropas y echaron a suertes mi túnica» (19,24).
Siguiendo el paralelismo típico de la poesía judía, en la que una sola acción se expresa en dos tiempos, Juan distingue dos momentos: primero, los soldados hacen cuatro partes con los vestidos de Jesús y las distribuyen entre ellos. Luego toman también «la túnica». Pero aquella túnica era sin costuras, tejida toda ella de una sola pieza. Por eso dicen entre ellos: «No la rasguemos, sino echemos a suertes a ver a quién toca» (19,23s).
Este pormenor sobre la túnica sin costuras (chitón) se narra con tanto detalle porque Juan ha querido obviamente recordar con ello algo más que un detalle casual. Algunos exegetas, en este contexto, hacen referencia a una información de Flavio Josefo según la cual la túnica del sumo sacerdote (chitón) se tejía con un solo hilo continuo (cf. Ant. iud., III, 7, 4). Por tanto, en esta tenue alusión del evangelista se puede ver tal vez una referencia a la dignidad de Jesús como sumo sacerdote, una dignidad que Juan había expuesto más extensamente desde el punto de vista teológico en la oración sacerdotal de Jesús. El que allí muere no es solamente el verdadero Rey de Israel. Es también el Sumo Sacerdote que, precisamente en esta hora de su extrema deshonra, cumple su ministerio sacerdotal.
Los Padres, al reflexionar sobre este texto, han acentuado un aspecto diferente: ven en la túnica sin costuras, que los soldados tampoco quieren romper, una imagen de la unidad indestructible de la Iglesia. La túnica inconsútil es expresión de la unidad que el Sumo Sacerdote Jesús había implorado para los suyos la víspera de la Pasión. En efecto, en la oración sacerdotal se entrelazan inseparablemente el sacerdocio de Jesús y la unidad de los suyos. A los pies de la cruz, percibimos una vez más de manera penetrante el mensaje que Jesús nos ha mostrado y grabado en nuestros corazones en su oración antes de ir al encuentro de la muerte.
Al inicio de la crucifixión, como era costumbre, se ofreció a Jesús una bebida calmante para atenuar los dolores insoportables. Jesús la rechazó. Quiso soportar totalmente consciente su sufrimiento (cf. Mc 15,23). Al término de la Pasión, bajo el sol abrasador del mediodía, colgado en la cruz, Jesús gritó: «Tengo sed» (In 19,28). Como solía hacerse, se le ofreció un vino agriado, muy común entre los pobres, que también se podía considerar vinagre; se la tenía como una bebida para calmar la sed.
Aquí encontramos de nuevo esa compenetración entre palabra bíblica y acontecimiento sobre la que hemos reflexionado a comienzos de este capítulo. Por un lado, la escena es del todo realista: la sed del Crucificado y la bebida agria que los soldados solían dar en aquellos casos. Por otro, oímos enseguida en el trasfondo el Salmo 69, aplicable a la Pasión, en el que el sufriente exclama: «En la sed me dieron vinagre» (v. 22). Jesús es el justo que sufre. En Él se cumple la Pasión del justo descrita por la Escritura en las grandes experiencias de los orantes afligidos.
Pero, con esto, ¿cómo no pensar también en el canto de la viña del capítulo 5 del profeta Isaías, ese canto sobre el que hemos reflexionado en el contexto de la parábola de la viña? (cf. primera parte, pp. 302-306). En ella, Dios presentó su queja a Israel. Dios había plantado una viña en una fértil colina, y la cuidó con mimo. «Esperaba que diera uvas, pero produjo agraces» (Is 5,2). La viña de Israel no lleva a Dios el fruto noble de la justicia, que se funda en el amor. Da los granos agrios del hombre que se preocupa solamente de sí mismo. Produce vinagre en vez de vino. El lamento de Dios, que oímos en el canto profético, se concreta en esta hora en que al Redentor sediento se le ofrece vinagre.
Así como el canto de Isaías manifiesta el sufrimiento de Dios por su pueblo, más allá de su momento histórico, así también la escena de la cruz sobrepasa la hora de la muerte de Jesús. No sólo Israel, sino también la Iglesia, nosotros, respondemos una y otra vez al amor solícito de Dios con vinagre, con un corazón agrio que no quiere hacer caso del amor de Dios. «Tengo sed»: este grito de Jesús se dirige a cada uno de nosotros.
Los cuatro evangelistas nos hablan —cada uno a su modo— de mujeres junto a la cruz. Marcos nos dice: «Había también unas mujeres que miraban desde lejos; entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé, que, cuando estaba en Galilea, lo seguían para atenderlo; y otras muchas que habían subido con él a Jerusalén» (15,40s). Aunque los evangelistas no dicen nada directamente, en el simple hecho de que se mencione su presencia se puede percibir el desconcierto y la aflicción de estas mujeres ante lo ocurrido.
Juan cita al final de su relato de la crucifixión unas palabras del profeta Zacarías: «Mirarán al que traspasaron» (19,37; cf. Za 2,10). Al principio del Apocalipsis, estas palabras que aquí esclarecen la escena ante la cruz se aplicarán de manera profética al tiempo final: al momento del retorno del Señor, cuando todos mirarán al que viene con las nubes —el Traspasado— y se darán golpes de pecho (cf. Ap 1,7).
Las mujeres miran al Traspasado. Podemos pensar también en las otras palabras del profeta Zacarías: «Harán llanto como el llanto por el hijo único, y llorarán como se llora al primogénito» (12,10). Mientras que hasta la muerte de Jesús sólo había habido escarnio y crueldad en torno al Señor, los Evangelios presentan ahora un epílogo reparador que lleva a su puesta en el sepulcro y a la resurrección. Las mujeres que le habían sido fieles están presentes. Su compasión y su amor son para el Redentor muerto.
Podemos, pues, añadir también tranquilamente la conclusión del texto de Zacarías: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de David y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza» (13,1). El mirar al Traspasado y el compadecerse se convierten ya de por sí en fuente de purificación. Da comienzo la fuerza transformadora de la Pasión de Jesús.
Juan no sólo nos dice que las mujeres estaban junto a la cruz —«su madre, la hermana de su madre, María la de Cleofás y María la Magdalena» (19,25)-, sino que prosigue: «Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dijo al discípulo: «Ahí tienes a tu madre»». Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (19,26s). Ésta es la última disposición, casi un acto de adopción. Él es el único hijo de su madre, la cual, tras su muerte, quedaría sola en el mundo. Ahora pone a su lado al discípulo amado, lo pone, por decirlo así, en lugar suyo, como su propio hijo, y desde aquel momento él se hace cargo de ella, la acoge consigo. La traducción literal es aún más fuerte; se podría expresar más o menos así: la acogió entre sus propias cosas, la acogió en su más íntimo contexto de vida. Así pues, esto es ante todo un gesto totalmente humano del Redentor que está a punto de morir. No deja sola a su madre, la confía a los cuidados del discípulo que le había sido tan cercano. De este modo se da también al discípulo un nuevo hogar: la madre que cuida de él y de la que él se hace cargo.
Cuando Juan habla de hechos humanos como éste, quiere recordar ciertamente acontecimientos ocurridos. Sin embargo, lo que le interesa es siempre algo más que los hechos concretos del pasado. El acontecimiento se proyecta más allá de sí mismo hacia lo que permanece. Así pues, ¿qué quiere decirnos con esto?
Un primer aspecto nos lo ofrece con la forma de llamar «mujer» a su madre. Es el mismo término que Jesús había usado en la boda de Caná (cf.Jn 2,4). Las dos escenas quedan así relacionadas una con otra. Caná había sido una anticipación de la boda definitiva, del vino nuevo que el Señor quería ofrecer. Sólo ahora se hace realidad lo que entonces era únicamente un signo precursor de lo que estaba por venir.
El término «mujer» recuerda al mismo tiempo el relato de la creación, en el cual el Creador presenta la mujer a Adán. Adán reacciona ante esta nueva criatura diciendo: «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer» (Gn 2,23). San Pablo ha presentado a Jesús en sus cartas como el nuevo Adán, con el cual la humanidad recomienza de un modo nuevo. Juan nos dice que al nuevo Adán le corresponde nuevamente «la mujer», que él nos presenta en la figura de María. En el Evangelio eso queda como una alusión callada de lo que se desarrollará después poco a poco en la fe de la Iglesia.
El Apocalipsis habla de la señal grandiosa de la mujer que aparece en el cielo, abrazando allí a todo Israel, o mejor, a la Iglesia entera. La Iglesia debe dar a luz a Cristo continuamente con dolor (cf. 12,1-6). Otro paso en la maduración de la misma idea lo encontramos en la Carta a los Efesios, que aplica a Cristo y a la Iglesia la imagen del hombre que deja a su padre y a su madre y se hace una sola carne con la mujer (cf. 5,31s). La Iglesia antigua, basándose en el modelo de la «personalidad corporativa» —según el modo de pensar de la Biblia—, no ha tenido dificultad alguna para reconocer en la mujer, por un lado, a María en sentido del todo personal y, por otro, para ver en ella, abarcando todos los tiempos, a la Iglesia esposa y Madre, en la cual el misterio de María se prolonga en la historia.
Como María, la mujer, también el discípulo predilecto es a la vez una figura concreta y un modelo del discipulado que siempre habrá y siempre debe haber. Al discípulo, que es verdaderamente discípulo en la comunión de amor con el Señor, se le confía la mujer: María – la Iglesia.
La palabra de Jesús en la cruz permanece abierta a muchas realizaciones concretas. Una y otra vez se dirige tanto a la madre como al discípulo, y a cada uno se le confía la tarea de ponerla en práctica en la propia vida, tal como está previsto en el plan de Dios. Al discípulo se le pide siempre que acoja en su propia existencia personal a María como persona y como Iglesia, cumpliendo así la última voluntad de Jesús.
Según la narración de los evangelistas, Jesús murió orando en la hora nona, es decir, a las tres de la tarde. En Lucas, su última plegaria está tomada del Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; cf. Sal 31,6). Para Juan, la última palabra de Jesús fue: «Está cumplido» (19,30). En el texto griego, esta palabra (tetélestai) remite hacia atrás, al principio de la Pasión, a la hora del lavatorio de los pies, cuyo relato introduce el evangelista subrayando que Jesús amó a los suyos «hasta el extremo (télos)» (13,1). Este «fin», este extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo.
Jesús ha cumplido hasta el final el acto de consagración, la entrega sacerdotal de sí mismo y del mundo a Dios (cf. Jn 17,19). Así resplandece en esta palabra el gran misterio de la cruz. Se ha cumplido la nueva liturgia cósmica. En lugar de todos los otros actos cultuales se presenta ahora la cruz de Jesús como la única verdadera glorificación de Dios, en la que Dios se glorifica a sí mismo mediante Aquel en el que nos entrega su amor, y así nos eleva hacia Él.
Los Evangelios sinópticos describen explícitamente la muerte en la cruz como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan.
Pero hay un proceso de fe más importante aún que los signos cósmicos: el centurión —comandante del pelotón de ejecución—, conmovido por todo lo que ve, reconoce a Jesús como Hijo de Dios: «Realmente éste era el Hijo de Dios» (Mc 15,39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre reconocen al Dios verdadero.
Mientras los romanos, como intimidación, dejaban intencionadamente que los crucificados colgaran del instrumento de tortura después de morir, según el derecho judío debían ser enterrados el mismo día (cf. Dt 21,22s). Por eso el pelotón de ejecución tenía el cometido de acelerar la muerte rompiéndoles las piernas. También se hace así en el caso de los crucificados en el Gólgota. A los dos «bandidos» se les quiebran las piernas. Luego, los soldados ven que Jesús está ya muerto, por lo que renuncian a hacer lo mismo con él. En lugar de eso, uno de ellos traspasa el costado —el corazón— de Jesús, «y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). Es la hora en que se sacrificaban los corderos pascuales. Estaba prescrito que no se les debía partir ningún hueso (cf. Ex 12,46). Jesús aparece aquí como el verdadero Cordero pascual que es puro y perfecto.
Podemos por tanto vislumbrar también en estas palabras una tácita referencia al comienzo de la obra de Jesús, a aquella hora en que el Bautista había dicho: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo que entonces debió ser incomprensible —era solamente una alusión misteriosa a algo futuro— ahora se hace realidad. Jesús es el Cordero elegido por Dios mismo. En la cruz, Él carga con el pecado del mundo y nos libera de él.
Pero resuena al mismo tiempo también el Salmo 34, donde se lee: «Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará» (v. 20s). El Señor, el Justo, ha sufrido mucho, ha sufrido todo y, sin embargo, Dios lo ha guardado: no le han roto ni un solo hueso.
Del corazón traspasado de Jesús brotó sangre y agua. La Iglesia, teniendo en cuenta las palabras de Zacarías, ha mirado en el transcurso de los siglos a este corazón traspasado, reconociendo en él la fuente de bendición indicada anticipadamente en la sangre y el agua. Las palabras de Zacarías impulsan además a buscar una comprensión más honda de lo que allí ha ocurrido.
Un primer grado de este proceso de comprensión lo encontramos en la Primera Carta de Juan, que retoma con vigor la reflexión sobre el agua y la sangre que salen del costado de Jesús: «Este es el que vino con agua y con sangre, Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo» (1Jn 5,6ss).
¿Qué quiere decir el autor con la afirmación insistente de que Jesús ha venido no sólo con el agua, sino también con la sangre?
Los Padres han visto en este doble flujo de sangre y agua una imagen de los dos sacramentos fundamentales —la Eucaristía y el Bautismo—, que manan del costado traspasado del Señor, de su corazón. Ellos son el nuevo caudal que crea la Iglesia y renueva a los hombres. Pero los Padres, ante el costado abierto del Señor exánime en la cruz, en el sueño de la muerte, se han referido también a la creación de Eva del costado de Adán dormido, viendo así en el caudal de los sacramentos también el origen de la Iglesia: han visto la creación de la nueva mujer del costado del nuevo Adán.
Los cuatro evangelistas nos relatan que un miembro acomodado del Sanedrín, José de Arimatea, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Marcos (15,43) y Lucas (23,51) añaden que José era uno «que aguardaba el Reino de Dios», mientras que Juan (cf. 19,38) lo considera un discípulo secreto de Jesús, un discípulo que hasta aquel momento no se había manifestado abiertamente como tal por temor a los círculos judíos dominantes. Juan menciona además la participación de Nicodemo (cf. 19,39), de cuyo coloquio nocturno con Jesús sobre el nacer y el volver a nacer de nuevo había hablado en el tercer capítulo (cf. vv. 1-8). Después del drama del proceso, en el cual todo parecía una conjura contra Jesús y ninguna voz parecía levantarse en su favor, venimos ahora a saber del otro Israel: personas que están a la espera. Personas que confían en las promesas de Dios y van en busca de su cumplimiento. Personas que en la palabra y en la obra de Jesús reconocen la irrupción del Reino de Dios, el inicio del cumplimiento de las promesas.
Habíamos encontrado en los Evangelios personas como éstas, sobre todo entre la gente sencilla: María y José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los discípulos; pero ninguno de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque provenían de distintos niveles culturales y diferentes corrientes de Israel. Ahora —tras la muerte de Jesús— salen a nuestro encuentro dos personajes destacados de la clase culta de Israel que, aun sin haber osado declarar su condición de discípulos, tenían sin embargo ese corazón sencillo que hace al hombre capaz de la verdad (cf. Mt 10,25s).
Mientras que los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la autoridad judicial precisamente para eso. En este sentido, la petición de José entra dentro de lo habitual en el derecho judío. Marcos dice que Pilato se asombró de que Jesús hubiera muerto ya, y que primero se cercioró por el centurión de la verdad de esta noticia. Una vez confirmada la muerte de Jesús, concedió su cuerpo al miembro del consejo (cf. 15,44s).
Sobre el entierro mismo, los evangelistas nos transmiten varias informaciones importantes. Ante todo, se subraya que José hace colocar el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie (cf. Mt 27,60; Lc 23,53; Jn 19,41). Esto manifiesta un respeto profundo por este difunto. Al igual que el «Domingo de Ramos» se había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11,2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo.
Es importante además la noticia según la cual José compró una sábana en la que envolvió al difunto. Mientras los Sinópticos hablan simplemente de una sábana, en singular, Juan habla de «vendas» de lino (cf. 19,40),
Finalmente, Juan nos dice que Nicodemo llevó una mixtura de mirra y áloe, «unas cien libras». Y prosigue: «Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos» (19,39s). Pero la cantidad de aromas es extraordinaria y supera con mucho la medida habitual: es una sepultura regia. Si en el echar a suertes sus vestiduras hemos vislumbrado a Jesús como Sumo Sacerdote, ahora el tipo de sepultura lo muestra como Rey: en el instante en que todo parece acabado, emerge sin embargo de modo misterioso su gloria.
Los Evangelios sinópticos nos narran que algunas mujeres observaban el sepelio (cf. Mt 27,61; Mc 15,47), y Lucas puntualiza que eran las mujeres «que lo habían acompañado desde Galilea» (23,55). Y añade: «A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme a lo prescrito» (23,56). Tras el descanso sabático, el primer día de la semana por la mañana, vendrán para ungir el cuerpo de Jesús y así dejar lista la sepultura de manera definitiva. La unción es un intento de detener la muerte, de evitar la descomposición del cadáver. Pero es un esfuerzo inútil: la unción puede conservar al difunto como difunto, no puede restituirle la vida.
La mañana del primer día las mujeres verán que su solicitud por el difunto y su conservación ha sido una preocupación demasiado humana. Verán que Jesús no tiene que ser conservado en la muerte, sino que Él —y ahora de modo real—está de nuevo vivo. Verán que Dios, de un modo definitivo y que sólo Él puede hacer, lo ha rescatado de la corrupción y, con ello, del poder de la muerte. Con todo, en la premura y en el amor de las mujeres se anuncia ya la mañana de la Resurrección.
En la cruz de Jesús se había verificado lo que en vano se había intentado con los sacrificios de animales: el mundo había obtenido la expiación. El «Cordero de Dios» había cargado sobre sí el pecado del mundo y lo había quitado de allí. La relación de Dios con el mundo, perturbada por la culpa de los hombres, había sido renovada. La reconciliación se había cumplido.
Así, Pablo pudo sintetizar el acontecimiento de Jesucristo, su nuevo mensaje, con estas palabras: «Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación. Por eso nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por medio nuestro. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,19s). Conocemos sobre todo por las cartas de Pablo las agudas controversias que hubo en la Iglesia naciente sobre la cuestión de si la ley mosaica conservaba su fuerza vinculante también para los cristianos. Por eso es tan sorprendente que —como se ha dicho— sobre un punto hubiera concordia desde el principio: los sacrificios del templo —el centro cultual de la Torá— habían sido superados. Cristo ha ocupado su puesto. El templo seguía siendo un lugar venerable de oración y anuncio. Sus sacrificios, en cambio, ya no eran válidos para los cristianos.
En la Pasión de Jesús toda la suciedad del mundo entra en contacto con el inmensamente Puro, con el alma de Jesucristo y, así, con el Hijo de Dios mismo. Si lo habitual es que aquello que es impuro contagie y contamine con el contacto lo que es puro, aquí tenemos lo contrario: allí donde el mundo, con toda su injusticia y con sus crueldades que lo contaminan, entra en contacto con el inmensamente Puro, Él, el Puro, se revela al mismo tiempo como el más fuerte. En este contacto la suciedad del mundo es realmente absorbida, anulada, transformada mediante el dolor del amor infinito. Y puesto que en el Hombre Jesús está el bien infinito, ahora está presente y activa en la historia del mundo la fuerza antagonista de toda forma de mal; el bien es siempre infinitamente más grande que toda la masa del mal, por más que ésta sea terrible.
Si tratamos de reflexionar un poco más a fondo sobre esta convicción, encontramos también la respuesta a una objeción suscitada repetidamente contra la idea de expiación. Tantas veces se dice: ¿Acaso no es un Dios cruel el que exige una expiación infinita? ¿No es esta una idea indigna de Dios? ¿No debemos quizás, en defensa de la pureza de la imagen de Dios, renunciar a la idea de expiación? En la presentación de Jesús como hilastèrion se puede ver cómo el perdón real que se produce partiendo de la cruz tiene lugar precisamente de manera inversa. La realidad del mal, de la injusticia que deteriora el mundo y contamina a la vez la imagen de Dios, es una realidad que existe, y por culpa nuestra. No puede ser simplemente ignorada, tiene que ser eliminada. Ahora bien, no es que un Dios cruel exija algo infinito. Es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí. Dios mismo introduce en el mundo como don su infinita pureza. Dios mismo «bebe el cáliz» de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor, que a través del sufrimiento transforma la oscuridad.
Objetivamente, el Evangelio de Juan (especialmente con la teología de la oración sacerdotal) y la Carta a los Hebreos (con toda la interpretación de la Torá cultual en la perspectiva de la teología de la cruz) han desarrollado precisamente estas ideas y así han hecho ver al mismo tiempo cómo en la cruz se cumple el íntimo sentido del Antiguo Testamento; y no solamente la crítica de los profetas al culto, sino, positivamente, también aquello que había sido siempre el significado y la intención del culto.
la Carta a los Hebreos califica el culto del Antiguo Testamento como «sombra» (10,1) y lo explica así: «Es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados» (10,4). Luego cita el Salmo 40,7ss e interpreta estas palabras del Salmo como diálogo del Hijo con el Padre, un diálogo en el que se cumple la Encarnación, a la vez que se hace realidad la nueva forma del culto divino: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en los libros: «Aquí estoy, ¡Oh Dios!, para hacer tu voluntad»» (Hb 10,5ss; cf. Sal 40,7ss).
En esta breve cita del Salmo hay una modificación importante respecto al texto original, una modificación que presenta el punto final de un desarrollo en tres etapas de la teología del culto. Mientras que la Carta a los Hebreos lee: «Me has preparado un cuerpo», el Salmista había dicho: «Me abriste el oído». Ya aquí, los sacrificios del templo habían sido reemplazados por la obediencia. El verdadero modo de venerar a Dios se encuentra en la vida marcada por la Palabra de Dios y dentro de ella. En esto el Salmo coincidía con una corriente del espíritu griego del último periodo antes del nacimiento de Cristo: también en el mundo griego se sentía cada vez más insistentemente la insuficiencia de los sacrificios de animales, que Dios no necesita y en los que el hombre no da a Dios lo que Él podría esperar del hombre. Así queda formulada aquí la idea del «sacrificio modelado por la palabra»: la oración, la apertura del espíritu humano hacia Dios, es el verdadero culto. Cuanto más se convierta el hombre en palabra —o mejor, se hace respuesta a Dios con toda su vida— tanto más pone en práctica el culto debido.
En el Antiguo Testamento, desde el principio de los Libros de Samuel hasta la más tardía profecía de Daniel, encontramos de manera nueva cada vez la búsqueda afanosa en torno a esta forma de pensar que enlaza cada vez más estrechamente con el amor por la Palabra orientadora de Dios, es decir, por la Torá. Se venera a Dios de manera justa cuando nosotros vivimos en la obediencia a su Palabra y, moldeados así interiormente por su voluntad, nos ajustamos a Dios.
Por otro lado, siempre queda también una cierta impresión de insuficiencia. Nuestra obediencia es siempre deficiente. La voluntad personal se antepone una y otra vez. Sin embargo, el profundo sentido de la insuficiencia de toda obediencia humana a la Palabra de Dios hace que irrumpa continuamente de nuevo el deseo de expiación, aunque, dada nuestra condición y nuestros escasos «resultados» en cuestión de obediencia, no pueda llevarse a cabo. Por eso, en medio del discurso sobre la insuficiencia de los holocaustos y los sacrificios surge también una y otra vez el deseo de que éstos puedan hacerse de manera más perfecta (cf. p. ej. Sal 51,19ss).
En la versión que la palabra del Salmo 40 ha encontrado en la Carta a los Hebreos se contiene la respuesta a dicho deseo: el deseo de que se dé a Dios lo que nosotros no podemos darle, pero que, no obstante, el don sea nuestro, encuentra su cumplimiento. El salmista decía: «No quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído». El verdadero Logos, el Hijo, dice al Padre: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo». El Logos mismo, el Hijo, se hace carne, asume un cuerpo humano. Así es posible una nueva forma de obediencia, una obediencia que va más allá de todo cumplimiento humano de los Mandamientos. El Hijo se hace hombre, y en su cuerpo le devuelve a Dios toda la humanidad. Sólo el Verbo que se ha hecho carne, cuyo amor se cumple en la cruz, es la obediencia perfecta. En Él, no sólo se ha culminado definitivamente la crítica a los sacrificios del templo, sino que se ha cumplido también el anhelo que comportaba: su obediencia «corpórea» es el nuevo sacrificio en el cual nos incluye a todos y en el que, al mismo tiempo, toda nuestra desobediencia es anulada mediante su amor.
Dicho de nuevo con otras palabras: nuestra moralidad personal no basta para venerar a Dios de manera correcta. San Pablo lo ha aclarado enérgicamente en la controversia sobre la justificación. El Hijo que se ha hecho carne lleva en sí a todos nosotros y ofrece de este modo lo que no podríamos dar solamente por nosotros mismos. Por eso forma parte de la existencia cristiana tanto el sacramento del Bautismo, la acogida en la obediencia de Cristo, como la Eucaristía, en la que la obediencia del Señor en la cruz nos abraza a todos, nos purifica y nos atrae dentro de la adoración perfecta realizada por Jesucristo.
Lo que dice aquí la Iglesia naciente sobre la Encarnación y la cruz, asimilando en oración el Antiguo Testamento y el camino de Jesús, entra en el centro de la búsqueda dramática que en aquel periodo se desarrolla sobre la correcta comprensión de la relación entre Dios y el hombre. No responde únicamente al «porqué» de la cruz, sino también, y al mismo tiempo, a las preguntas que acosaban tanto al mundo judío como al pagano sobre cómo llegar a ser rectos ante Dios y, viceversa, cómo puede comprenderse correctamente al Dios misterioso y escondido, en el supuesto de que éste se encuentre al alcance de los hombres.
Por todas las reflexiones precedentes se ha podido ver que, con eso, no sólo se ha elaborado una interpretación teológica de la cruz, como también de los sacramentos cristianos fundamentales —a partir de la cruz— y del culto cristiano, sino que abarca también la dimensión existencial: ¿Qué comporta esto para mí, qué significa para mi camino de persona humana? Pues bien, la obediencia «corpórea» de Cristo se presenta precisamente como espacio abierto en el que se nos acoge a nosotros y a través del cual nuestra vida personal encuentra un nuevo contexto. El misterio de la cruz no está simplemente ante nosotros, sino que nos afecta y da a nuestra vida un nuevo valor.
Esta vertiente existencial de la nueva concepción del culto y del sacrificio aparece particularmente clara en el capítulo 12 de la Carta a los Romanos: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios; éste será vuestro culto espiritual (literalmente: como culto modelado por la palabra)» (v. 1). Se retorna aquí el concepto del culto a Dios mediante la palabra (logiké latreía) y se entiende el abandono de toda la existencia en Dios; un abandono en el que, por decirlo así, el hombre entero se hace como palabra, se ajusta a Dios. Se subraya con esto la dimensión de la corporeidad: precisamente nuestra existencia corpórea ha de estar impregnada de la Palabra y convertirse en entrega a Dios. Pablo, que tanto resalta la imposibilidad de la justificación fundándose en la propia moralidad, presupone indudablemente en esto que el nuevo culto de los cristianos, en el cual ellos mismos son «víctima viva y santa», sólo es posible participando en el amor hecho carne de Jesucristo, ese amor que, mediante el poder de su santidad, supera toda nuestra insuficiencia.
Si debemos decir, por un lado, que con esta exhortación Pablo no cede a ninguna forma de moralismo y no desmiente para nada su doctrina acerca de la justificación mediante la fe —y no por las obras—, por otro queda claro que con esta doctrina de la justificación no se condena al hombre a la pasividad: no se convierte en un destinatario meramente pasivo de la justicia de Dios, la cual, en ese caso, sería en el fondo algo externo a él. No, la grandeza del amor de Cristo se manifiesta precisamente en que Él, a pesar de toda nuestra miserable insuficiencia, nos acoge en sí, en su sacrificio vivo y santo, de manera que llegamos a ser realmente «su Cuerpo».
En el capítulo 15 de la Carta a los Romanos Pablo retoma una vez más la misma idea con mucha insistencia, interpretando su apostolado como sacerdocio y hablando de los paganos convertidos a la fe como el sacrificio vivo agradable a Dios: Os he escrito «en virtud de la gracia que Dios me ha dado, de ser ministro de Jesucristo para los gentiles, ejerciendo el oficio sagrado de anunciar el Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (15,15s).
En tiempos más recientes se ha considerado este modo de hablar de sacerdocio y sacrificio como meramente alegórico. Se trataría de sacerdocio y de sacrificio únicamente en sentido impropio, puramente espiritual, no en sentido cultual, real. Sin embargo, Pablo mismo y toda la Iglesia antigua lo han visto precisamente en el sentido opuesto. Para ellos, el sentido impropio del sacrificio y del culto era el de los sacrificios materiales: un intento de llegar a algo que, no obstante, eran incapaces de alcanzar. El culto verdadero es el hombre vivo que se ha convertido completamente en respuesta a Dios, modelado por su Palabra sanadora y transformadora. Y el verdadero sacerdocio, por tanto, es ese ministerio de la Palabra y el Sacramento que transforma a los hombres en una entrega a Dios y convierte el cosmos en una alabanza al Creador y Redentor. Por eso, el Cristo que se ofrece a sí mismo en la cruz es el auténtico Sumo Sacerdote, al que se refería de manera simbólica el sacerdocio de Aarón. El don que Él hace de sí mismo —su obediencia que nos acoge a todos nosotros y nos devuelve a Dios— es, pues, el verdadero culto, el verdadero sacrificio.
Por este motivo, el entrar en el misterio de la cruz ha de estar en el centro del ministerio apostólico y del anuncio del Evangelio que conduce a la fe. Por consiguiente, si bien podemos ver el centro del culto cristiano en la celebración de la Eucaristía, en la participación, nueva cada vez, en el misterio sacerdotal de Jesucristo, hay que tener siempre presente, sin embargo, toda su magnitud: su finalidad es atraer constantemente a cada persona y al mundo dentro del amor de Cristo, de modo que todos lleguen a ser, junto con Él, una ofrenda «agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15,16).
Desde estas reflexiones, la mirada se abre por fin hacia una dimensión ulterior de la idea cristiana de culto y sacrificio. Se deja ver nítidamente en este versículo de la Carta a los Filipenses, en la que Pablo prevé su martirio y, al mismo tiempo, lo interpreta teológicamente: «Y si también mi sangre se ha de derramar como sacrificio y en la liturgia de vuestra fe, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría» (2,17; cf. 2 Tm 4,6). Pablo considera su presentido martirio como liturgia y como un acontecimiento sacrificial. También esto, una vez más, no es simplemente una alegoría y un modo de hablar impropio. No, en el martirio es llevado totalmente dentro de la obediencia de Cristo, dentro de la liturgia de la cruz y, así, dentro del verdadero culto.
La Iglesia antigua, apoyándose en esta interpretación, ha podido comprender el martirio en su verdadera profundidad y grandeza. Ignacio de Antioquía, por ejemplo, según la tradición, decía ser como el trigo de Cristo, que debía ser triturado para convertirse en pan de Cristo (cf. Ad Rom., 4, 1). En el relato del martirio de san Policarpo se dice que las llamas que le iban a quemar tomaron la forma de una vela hinchada por el viento; ésta «envolvía el cuerpo del mártir, y él estaba en el centro, no como carne que se quema, sino como el pan que se está cociendo», y emanaba «un aroma como de incienso perfumado» (Mart. Polyc., 15). También los cristianos de Roma han interpretado de modo análogo el martirio de san Lorenzo, abrasado en una parrilla; no sólo vieron en ello su perfecta unión con el misterio de Cristo, que en el martirio se ha hecho pan para nosotros, sino también una imagen de la existencia cristiana en general: en las tribulaciones de la vida se nos purifica lentamente al fuego, podemos transformarnos en pan, por decirlo así, en la medida en que en nuestra vida y en nuestro sufrimiento se comunica el misterio de Cristo, y su amor hace de nosotros una ofrenda para Dios y para los hombres.
La Iglesia, bajo la guía del mensaje apostólico, viviendo el Evangelio y sufriendo por él, ha aprendido siempre a comprender cada vez más el misterio de la cruz, aunque éste, en último análisis, no se puede diseccionar en fórmulas de nuestra razón: en la cruz, la oscuridad y lo ilógico del pecado se encuentran con la santidad de Dios en su deslumbrante luminosidad para nuestros ojos, y esto va más allá de nuestra lógica.
