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Paradigma, fin de la Historia ó extinción del Hombre

Para entender la historia de la Humanidad que llega a su fin, tenemos que entender que el objetivo de Dios, ha sido la salvación del mayor numero de criaturas, que ocuparán el lugar que dejaron los Ángeles caídos.

Él juicio consiste en que Dios, la luz, ha venido al mundo, y los hombres han amado más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Juan 3:19

Esta realidad priva de toda excusa, porque Dios, personalmente vino a sacarlos de las tinieblas y a llevarlos a la luz.

La palabra «juicio» aparece 59 veces en el Nuevo Testamento.

La palabra griega que se traduce como «juicio» es «krísis» y puede referirse tanto al acto de juzgar como a la sentencia misma.

Esto nos indica que es una palabra que es usada por Jesús con frecuencia.

Jesús habla del día en que «los hombres darán cuenta de toda palabra ociosa que hablen» (Mateo 12:36) y que él mismo vendrá a juzgar, porque nos redimió con su propia sangre, y en Juan 5,22 añade que vino a salvar, es decir que somos nosotros mismos quienes nos condenamos o salvamos.

Jesús afirma que el Padre no juzga a nadie, sino que le ha dado todo el juicio al Hijo (Juan 5:22).

Jesús advierte que el castigo para las ciudades que rechazaron su mensaje, como Corazín y Betsaida, será más severo en el día del juicio que para Sodoma y Gomorra (Mateo 11:22). Esas ciudades desaparecieron, hoy solo quedan Ruinas.

Esto nos indica que el que sufrió un juicio inicuo, será el Juez. Mateo 24:27

    «Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre.»

Este versículo enfatiza que la segunda venida de Jesús no será un evento secreto o localizado. Será un evento público y universal, tan visible para todos como un relámpago que ilumina todo el cielo. Esto contrasta con las falsas profecías que intentan engañar a la gente diciendo que Cristo está entre nosotros.

1 Tesalonicenses 4:16-17 «Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo;

Hechos 1:11: «Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo.»

Apocalipsis 1:7: «He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá, y los que le traspasaron; y todos los linajes de la tierra harán lamentación por causa de él.»

Mateo 24:29: «E inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas.»

Marcos 13:24-25: «Pero en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potencias que están en los cielos serán conmovidas.»

Estos versículos, que son casi idénticos en los evangelios de Mateo y Marcos, nos indican que estos eventos celestiales ocurrirán después de un período de gran tribulación.

Lucas 21:28: «Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestra cabeza, porque vuestra redención está cerca.»

Apocalipsis 6:12-14: «Miré cuando abrió el sexto sello, y he aquí hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla…»

El Catejon que evita que llegue este día se llama eucaristía, el sacrificio incruento que renueva cada día la vida sobre la tierra. La palabra “κατέχον / κατέχων” aparece en 2 Tesalonicenses 2:6-7. San Pablo dice que hay algo (o alguien) que “detiene” o “retiene” la manifestación del “hombre de iniquidad” (el Anticristo) hasta que ese obstáculo sea quitado.

Jesús instituyó la Eucaristía en la Última Cena: “Tomó pan… esto es mi cuerpo… tomó la copa… esto es mi sangre” (Mt 26,26-28).

Pablo transmite la tradición eucarística: “Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan…” (1 Co 11,23-26). Esto establece la centralidad y la transmisión fiel del rito.

Los Padres (Justino, Ignacio, Ireneo) describen la Eucaristía no como “una simple cena” sino como el alimento que es realmente el Cuerpo y la Sangre de Cristo y como centro litúrgico de la Iglesia primitiva. Justino Martir describe la “Eucaristía” y su carácter reservado a los que profesan la fe; Ireneo vincula la Eucaristía con la verdad y la unidad en la fe.

San Juan María Vianney (1786-1859), Cura de Ars, enseña que “sin la Misa, el mundo moriría”. Ve en la Eucaristía la fuerza que mantiene la creación.

Santa Teresa de Lisieux (1873-1897) y otros santos carmelitas: resaltan que la presencia eucarística sostiene a la Iglesia y retarda la justicia divina.

San Pío de Pietrelcina (1887-1968): decía que el mundo podría vivir más fácilmente sin el sol que sin la Santa Misa.

El Papa san Dámaso encargó a Jerónimo revisar las antiguas traducciones latinas (Vetus Latina) que pululaban en traducciones llenas de errores para justificar herejías que amenazaban la verdad de Cristo y producir una edición ordenada; así nace la Vulgata, que se convirtió en el texto oficial y el latín, el idioma oficial, por ser una lengua muerta, es decir que no tiene variaciones modismos y adiciones. San Jerónimo buscó fidelidad a las fuentes (hebreo/ griego).

Esta ha sido la misa siempre, hasta que la herejía de la libre interpretación luterana, amenazó la realidad litúrgica y manoseó la palabra de Dios, esto condujo a un concilio para aclarar conceptos; el Concilio de Trento y el papado de Pío V fijaron y estandarizaron la liturgia en el Missale Romanum, 1570 para asegurar unidad frente a los abusos: la uniformidad litúrgica es un medio de defensa doctrinal.

El Vaticano II (Sacrosanctum Concilium) abrió la puerta al uso de la lengua materna «para fomentar la participación activa del pueblo» y permitir adecuada inculturación, pero con normas y límites; el texto pide prudencia y la salvaguarda de las verdades esenciales.

Posteriores instrucciones (Varietates legitimae, Liturgiam authenticam, y el Motu proprio Magnum Principium y la normativa de aprobación de traducciones) trataron de regular sin cambiar la sustancia: es decir, la jerarquía exige procesos de revisión y aprobaciones para evitar traducciones que distorsionen. Lo cual ya es inevitable

El Concilio y documentos posteriores (Varietates legitimae; Querida Amazonia en el caso amazónico) siguen autorizando adaptaciones litúrgicas y culturales (cantos, gestos, símbolos) ajenos a la misa de Jesús en la ultima cena.

Los documentos vaticanos insisten en procedimientos: las adaptaciones deben ser evaluadas por las autoridades competentes y no pueden contradecir la doctrina. Instrucciones como Liturgiam authenticam apuntan a traducciones fieles, pero se convierten en “libertades creativas” doctrinales.

La inculturación o traducciones, pueden introducir ambigüedades semánticas o teológicas (por ejemplo, equivalentes dinámicos que cambian el sentido técnico de fórmulas sacramentales).

La referencia bíblica a la “abominación de la desolación” de que habla Daniel y citada por Jesús en Mt 24:15 es un texto escatológico que Jesús usa para advertir sobre señales graves de apostasía o profanación.

La Reforma protestante hereje, introdujo cambios doctrinales (negación de la Eucaristía como sacrificio público, primacía de la Escritura sola, etc.) que afectaron la celebración. Y que permearon algunos sectores de la iglesia. El Concilio de Trento respondió exactamente a esas rupturas, defendiendo la presencia real y la naturaleza sacrificial de la Misa. Por eso, históricamente, la Iglesia vio en la Reforma una amenaza real a la liturgia católica. De allí la exigencia en un concilio del uso del latín.

La fórmula de la consagración y las oraciones que expresan el núcleo (presencia real, sacrificio) deben preservarse con precisión. (Magisterio: Pío V, Trento; instrucciones de traducción).

Sólo con formación sólida se evita que traducciones “creativas” produzcan confusión.

Con motivo de el mencionado concilio, Europa atraviesa hoy una de las crisis más profundas de su historia. En el campo visible, la guerra en Ucrania y la amenaza nuclear de la doctrina rusa del “Hombre Muerto” parecen ser el centro de la tensión global.

En el campo sobrenatural el combate entre el hombre y las fuerzas del mal parece perdido, lo que indica que solo una intervención divina nos salvará de la reducción del hombre a un ente, esclavizado por el pecado.

Bajo la superficie militar late un conflicto más radical: una confrontación de ideas, de cosmovisiones y de modelos de civilización. El poder de los ejércitos y la sofisticación de las armas no se entienden sin la batalla cultural que los sostiene. Allí donde se libra una guerra por territorios, se libra también —y más decisivamente— una guerra por el sentido del hombre y de la sociedad. Esta generación se juega el alma, como en un casino.

El enfrentamiento actual no surge de la nada, sino que es el resultado de un largo proceso intelectual que, desde la herejia protestante, luego asociada con la Ilustración, ha ido erosionando los fundamentos cristianos de Europa. El “sapere aude” de Kant, que proclamaba la autonomía de la razón desligada de la fe, se convirtió en semilla de un proyecto de emancipación radical frente a Dios. Hegel, al concebir la historia como despliegue dialéctico del Espíritu absoluto, abrió el camino a las ideologías que identificaron el curso de la historia con el triunfo de un sistema político. Feuerbach redujo a Dios a una proyección psicológica del hombre, y Marx convirtió esa intuición en programa: destruir la religión, “opio del pueblo”, para instaurar el materialismo histórico.

El siglo XIX y XX vieron cómo Nietzsche declaraba la “muerte de Dios” y Freud interpretaba la religión como una ilusión infantil de la que la humanidad debía liberarse para alcanzar la “mayoría de edad”. A estas corrientes se sumó en el siglo XX la llamada “teología de la muerte de Dios” y, desde dentro de la Iglesia, la Teología de la Liberación, que mezcló cristianismo con categorías marxistas, debilitando la fe al subordinarla a proyectos políticos. Estas filosofías y teologías no quedaron en el plano académico: inspiraron regímenes, revoluciones y movimientos que intentan desmantelar la sociedad cristiana y sustituirla por utopías ateas, socialistas o anárquicas.

La Revolución rusa, que llegó incluso a realizar un “juicio a Dios”, es un ejemplo paradigmático de esta continuidad: ideas filosóficas que desembocan en prácticas políticas que persiguen la fe, colonizan la mente occidental y buscan preparar el terreno para un nuevo orden mundial basado en el materialismo histórico. Hoy ese orden no se presenta solo como comunismo clásico, sino como un conjunto de ideologías culturales —marxismo cultural, ideología de género, woke— que buscan debilitar la identidad de Occidente desde dentro.

Parece increíble que atentar contra la eucaristía, el Katejon, haya desatado todas estas fuerzas satánicas que hoy amenazan la existencia misma del hombre sobre este planeta.

Europa, Hereda la misa y el imperio Romano se convierte, muere el paganismo y surge la sociedad cristiana en la edad media, que, desde Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico forjó un orden político y espiritual basado en el cristianismo, pero hoy se encuentra ante un dilema histórico. Su futuro no se juega únicamente en el campo de batalla con Rusia, china y el eje de socialismos que ahora surgen por todo el mundo, sino en la capacidad de redescubrir sus raíces cristianas frente a las ideologías que la han engañado durante siglos. El futuro de Europa es el futuro de Occidente. La batalla que se libra en el centro del continente y en decenas de guerras alrededor del mundo es, en última instancia, una batalla por el hombre, hijo de Dios, la batalla entre la ciudad de Dios y la ciudad del mundo.

El siglo XVIII, conocido como el “Siglo de las Luces”, marcó una ruptura decisiva en la historia intelectual de Europa. El movimiento ilustrado buscaba liberar al hombre de lo que consideraba supersticiones, tradiciones opresivas y estructuras sociales heredadas. Bajo el lema de “Sapere aude” —atrévete a saber—, formulado por Immanuel Kant en su célebre escrito de 1784, la Ilustración definió la mayoría de edad del hombre como la capacidad de pensar por sí mismo, sin necesidad de tutela externa, ni de la religión ni de la autoridad política.

Este ideal, que en principio podía entenderse como una legítima reivindicación de la razón y de la libertad humana, terminó generando una dinámica peligrosa: la emancipación de la razón frente a Dios.

Mandaron a los sacerdotes, después de secuestrar 2 papas y matar 1 en cautiverio, a adoptar un niño o casarse en el lapso de 8 días bajo pena de muerte, parecía el apocalipsis de la iglesia, esta fue la revolución francesa..

Allí donde la tradición cristiana había concebido la razón como aliada de la fe, la Ilustración la proclamó como sustituto de lo divino. Proclamando a la diosa Razón, entronizandola en cada iglesia, representada por una mujer de la vida. La fe fue relegada al ámbito privado, y la vida pública debía organizarse según principios puramente racionales, desvinculados de cualquier fundamento trascendente. Un ataque directo contra el Katejón, fue un pequeño apocalipsis pero entonces había verdadera Fe.

En este contexto se sitúan dos de los pensadores más influyentes de la modernidad: Immanuel Kant y Georg Wilhelm Friedrich Hegel. Ambos, fracasados pastores protestantes, cada uno a su manera, trazaron las coordenadas filosóficas de la modernidad y abrieron caminos que desembocarían en el idealismo, en el historicismo, y más tarde en el marxismo. Cualquier cosa que destruyera la misa, al Katejón.

Kant (1724-1804) representa el esfuerzo por delimitar el alcance de la razón y al mismo tiempo afirmar su centralidad. En su Crítica de la razón pura (1781) establece los límites del conocimiento humano: no podemos conocer lo absoluto (Dios, el alma, el mundo en sí), sino únicamente los fenómenos, lo que aparece a la conciencia bajo las categorías del entendimiento. Con ello, la metafísica tradicional queda desplazada.

En la Crítica de la razón práctica (1788), Kant sitúa la moral como el ámbito donde la razón adquiere autonomía plena. La ley moral, expresada en el imperativo categórico, no depende de mandamientos externos ni de la revelación, sino que brota de la propia razón. El hombre es autónomo cuando se da a sí mismo la ley y la obedece libremente.

En su ensayo ¿Qué es la Ilustración? (1784), Kant resume su proyecto:

“La ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. (…) Sapere aude: ¡ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”, Libre interpretación, orgullo puro¡¡

Dios, aunque no negado explícitamente, se convierte en un postulado moral, útil como garantía de justicia futura, pero No necesario como fundamento de la vida pública. Con Kant, Europa inicia el tránsito hacia una ética secularizada, donde la religión es tolerada en la esfera privada, pero no necesaria en la organización social. Cada ves va menos gente a misa, empieza el proceso de desacralización, la apostasía.

El efecto de esta filosofía fue doble: por un lado, liberó a Europa de estructuras morales y promovió la autonomía de la conciencia; por otro, sentó las bases para un mundo donde la moral podía subsistir sin Dios, la ética, que más tarde abriría la puerta al ateísmo práctico. Kant, al separar fe y razón, preparó el terreno para que la fe fuese considerada prescindible. Sustituyéndola por la «tolerancia». Pero no toleraron la Misa.

Hegel (1770-1831) representa el paso siguiente. Donde Kant había limitado el conocimiento a los fenómenos, Hegel propone un sistema en el que la razón y la historia son la manifestación del Espíritu absoluto.

En su Fenomenología del espíritu (1807) y en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia, Hegel desarrolla la idea de que la historia universal no es un conjunto de hechos caóticos, sino un proceso racional en el que la libertad se va realizando progresivamente. El motor de la historia es la dialéctica: tesis, antítesis y síntesis. A través de conflictos y superaciones, la humanidad se acerca a una plena realización del Espíritu. Es decir sustituye a Dios por un sofisma.

Hegel afirmaba:

“Lo real es racional y lo racional es real.”

Con ello identificaba el despliegue histórico con la encarnación de la razón. En su sistema, incluso el Estado aparece como la manifestación suprema de la razón en la tierra. El estado es Dios. La religión, incluida la cristiana, se interpreta como una etapa necesaria en la autocomprensión del Espíritu, pero finalmente superable en el saber filosófico. Alcanzamos la mayoría de Edad¡¡

Este historicismo hegeliano tuvo consecuencias enormes. Por un lado, ofreció una visión optimista del progreso: la historia avanza inevitablemente hacia formas superiores de libertad. Por otro, sentó las bases para que ideologías posteriores —como el marxismo— reinterpretaran la dialéctica en términos materiales y económicos. Marx transformará la dialéctica del Espíritu en dialéctica de clases, pero mantendrá la convicción hegeliana de que la historia avanza con necesidad hacia un fin determinado.

Kant y Hegel, aunque diferentes, coinciden en un punto crucial: la fe deja de ser fundamento de la vida pública. Para Kant, la religión es un apoyo moral, pero no indispensable; para Hegel, es una forma limitada de conciencia que será superada por la filosofía.

Ambos contribuyen así a la secularización de Europa: el mundo moderno puede organizarse prescindiendo de Dios, ya sea porque la moral se sostiene sola (Kant) o porque la historia misma encarna el absoluto (Hegel). Todo es coincidencia, lo cual apoya la teoria de Darwin, somos el producto del azar.

Este desplazamiento del cristianismo como pilar de la cultura europea no fue inmediato, pero abrió un cauce que se profundizaría en los siglos XIX y XX. Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud y los teólogos de la muerte de Dios no hubieran sido posibles sin este giro inicial. La Ilustración, en lugar de dialogar con la fe, la relegó; y en lugar de integrar la herencia cristiana, la redujo a un vestigio histórico.

Las ideas de Kant y Hegel tuvieron efectos más allá de la academia:

En política: la noción de autonomía kantiana influyó en las democracias modernas y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). La visión del Estado como encarnación de la razón en Hegel inspiró regímenes que se consideraban portadores del destino histórico, desde los Estados nacionales hasta el marxismo. Por eso había que destruir los Reinos Cristianos y fundar repúblicas acéfalas.

En cultura: la religión fue progresivamente marginada. En la educación, la filosofía kantiana promovió una moral laica, y la hegeliana una visión de la historia como proceso autónomo.

En espiritualidad: la fe fue desplazada a lo privado, considerada una opción entre otras, ya no el fundamento común de la sociedad.

Con ello, la Europa ilustrada comenzó a desmantelar, poco a poco, el edificio cristiano que había sostenido su civilización desde la caída del imperio Romano y sostenida por la iglesia.

Después de Kant y Hegel, el paso lógico fue la radicalización de su herencia:

Feuerbach llevará al extremo la idea de que Dios no es más que una proyección humana.

Marx transformará la dialéctica hegeliana en lucha de clases y propondrá destruir la religión como obstáculo para la revolución.

Nietzsche y Freud declararán la muerte de Dios y la necesidad de emanciparse de toda tutela trascendente.

Pero todo ello hunde sus raíces en la Ilustración. Kant y Hegel no fueron enemigos declarados del cristianismo, pero sus sistemas iniciaron un proceso en el que Europa aprendió a pensar sin referencia a Dios. Era la evolución lógica del protestantismo. Esa fue la verdadera semilla: la posibilidad de un mundo autónomo, que más tarde se convertiría en mundo ateo.

La Ilustración, con Kant y Hegel como protagonistas, sembró la idea de que el hombre podía bastarse a sí mismo. Kant lo hizo desde la autonomía moral; Hegel, desde la historia como despliegue del Espíritu, debilitaron la centralidad del cristianismo en la vida europea. Lo que comenzó como exaltación de la razón se transformó en desplazamiento de Dios. Y el que no se arrodilla ante Dios se arrodilla ante cualquier cosa, fue el retorno de los brujos, el neo paganismo, la liberación de los Dioses olímpicos y se reviven los juegos e inspirados en lo que hacían con las cabezas incorruptas de los santos inventan el futbol.

De este modo, el camino quedó abierto para que los pensadores posteriores radicalizaran la emancipación y acabaran proclamando la muerte de Dios. Así, la Ilustración no fue solo un movimiento cultural, sino la primera etapa de un proceso que conduciría a la crisis espiritual y política de Europa. La guerra cultural y militar que hoy se libra en el continente tiene, en última instancia, sus raíces en esa semilla ilustrada que comenzó a germinar hace más de dos siglos.

Si Kant y Hegel habían abierto la puerta a una Europa que podía pensarse sin referencia explícita a Dios, los pensadores de la generación siguiente empujaron esa puerta hasta dejarla de par en par. Con Ludwig Feuerbach (1804-1872) la religión dejó de ser considerada un estadio limitado del Espíritu o un apoyo moral, y pasó a ser interpretada como pura ilusión humana. Con Karl Marx (1818-1883), esa ilusión no solo fue diagnosticada, sino declarada enemiga del progreso: la religión debía ser destruida, porque era un instrumento de opresión.

Feuerbach y Marx marcan el paso de la crítica filosófica al ateísmo militante. Sus ideas, nacidas en la Alemania del siglo XIX, tuvieron repercusiones universales: inspiraron movimientos sociales, partidos políticos, revoluciones y regímenes que definieron la historia del siglo XX.

Ludwig Feuerbach, discípulo de Hegel, llevó la filosofía en una dirección radical. Su obra más influyente, La esencia del cristianismo (1841), propone una tesis revolucionaria: Dios no creó al hombre; el hombre creó a Dios.

Para Feuerbach, todos los atributos que las religiones atribuyen a la divinidad (sabiduría, bondad, justicia, eternidad) no son más que proyecciones de la esencia humana idealizada. En sus palabras:

“La conciencia de Dios es la autoconciencia del hombre, el conocimiento de Dios es el conocimiento de sí mismo del hombre.”

En otras palabras, lo que llamamos “Dios” es la suma de las cualidades humanas elevadas a la máxima potencia. La religión es, pues, una forma de alienación: el hombre, en lugar de reconocerse como fuente de esos valores, los proyecta hacia afuera, en una entidad imaginaria, y luego se somete a ella.

Consecuencias de la tesis feuerbachiana

La religión como ilusión: la fe deja de ser revelación y se convierte en un espejo deformado de la naturaleza humana.

La teología como antropología: estudiar a Dios equivale a estudiar al hombre. La teología queda absorbida en la antropología.

El futuro postreligioso: si Dios no existe más que como proyección, la humanidad madura debe superar la religión y asumir directamente su propia grandeza. El hombre es Dios.

Con Feuerbach, la secularización iniciada por Kant y Hegel se convierte en negación explícita de la trascendencia. El cristianismo ya no es ni necesario (Kant) ni una etapa histórica (Hegel), sino una ilusión que debe ser desmantelada.

Karl Marx asumió la crítica de Feuerbach, pero la llevó más allá. Si Feuerbach había mostrado que la religión era ilusión, Marx concluyó que esa ilusión tenía una función social concreta: mantener al pueblo sometido.

En su Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1844), Marx escribió la frase más célebre sobre este tema:

“La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el espíritu de una situación sin espíritu. Es el opio del pueblo.”

Aquí no se trata de ridiculizar la religión como simple superstición. Marx reconoce que la fe tiene un valor de consuelo en medio del sufrimiento, como el opio calma el dolor. Pero precisamente por eso la considera peligrosa: la religión anestesia al pueblo, lo hace aceptar su miseria en lugar de luchar por transformarla.

Lo que no contaba era que en secreto adoraba a satanás, y en las noches se ponía sus negras filacterias y alumbrado de velas negras, invocaba la inspiración de su maestro, para escribir el Capital, mientras dejaba morir de hambre a sus hijos o los conducía al suicidio.

Por eso Marx propone no solo criticar la religión en teoría, sino abolirla en la práctica mediante la transformación revolucionaria de la sociedad.

El núcleo del pensamiento marxista es el materialismo histórico. Inspirado en la dialéctica de Hegel, Marx la invierte: no es el Espíritu quien se despliega en la historia, sino la materia, y más concretamente, las fuerzas productivas y las relaciones de producción.

La historia es, según Marx, la historia de la lucha de clases: esclavos contra amos, siervos contra señores, proletarios contra burgueses. Esta lucha avanza necesariamente hacia una síntesis final: la sociedad sin clases, el comunismo. La misma dialéctica sofista.

En este esquema, la religión aparece como superestructura, es decir, como parte de las ideas, instituciones y valores que corresponden a una base material (la economía). Cuando cambie la base —cuando se destruyan las relaciones de producción capitalistas—, desaparecerá también la superestructura religiosa.

La religión, pues, no es solo ilusión (Feuerbach), sino ilusión funcional al sistema económico opresor. Por eso debe ser combatida no solo con crítica intelectual, sino con acción política y revolución social. Hay que aplastar a Dios.

La fuerza de Marx radicó en que unió la filosofía con la praxis. Su Tesis sobre Feuerbach lo expresa con claridad:

“Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.”

Esta afirmación convierte a la filosofía en programa político. Satanismo aplicado. La crítica a la religión no es un fin en sí mismo, sino parte de un proceso más amplio de transformación radical de la sociedad. La revolución no se limita a la economía, sino que exige el desmantelamiento cultural de todo lo que sostenga el orden burgués, empezando por la fe cristiana, que puede ser sustituida por los ídolos paganos o los dioses ancestrales..

Las ideas de Marx tuvieron una influencia decisiva en la historia contemporánea:

La Revolución rusa (1917) aplicó sus principios destruyendo iglesias, persiguiendo sacerdotes y estableciendo el ateísmo de Estado. Incluso llegó a celebrarse un “juicio a Dios” como acto simbólico de la victoria del materialismo sobre la fe.

Los regímenes comunistas del siglo XX en Europa del Este, China, Corea del Norte, Cuba, etc., replicaron esta hostilidad hacia la religión, prohibiéndola o reduciéndola a mera función controlada por el partido.

El marxismo cultural del siglo XX retomó la crítica marxista de la religión, pero aplicada a la familia, la moral sexual y la cultura, buscando colonizar la mente occidental desde dentro.

La crítica de Feuerbach y Marx representa un paso más en la continuidad de ideas que erosionan el cristianismo.

Cada paso radicaliza el anterior, preparando el terreno para Nietzsche, Freud y las teologías de la muerte de Dios.

La influencia de estas ideas en Europa fue devastadora:

Debilitaron la identidad cristiana que había sustentado el continente durante siglos. Se desocupan las iglesia y se deja de enseñar religión e Historia, el europeo no sabe quien es, y esto lo replicaran en el mundo entero.

Introdujeron la noción de que la religión es prescindible o incluso dañina para el progreso humano.

Sentaron las bases para sistemas políticos que destruyeron la libertad en nombre de la justicia social.

La Europa que había nacido del Sacro Imperio con Carlomagno, y el cristianismo como columna vertebral, se vio así cuestionada desde sus propias universidades y, más tarde, desde sus gobiernos revolucionarios, ahora desde los mismos púlpitos..

Feuerbach y Marx representan el paso de la crítica filosófica a la lucha ideológica y política contra la religión. Para Feuerbach, Dios no es más que una proyección del hombre; para Marx, esa proyección es un instrumento de dominación que debe ser destruido. Ambos prepararon el camino para que Europa, y más tarde el mundo, conocieran regímenes que persiguieron sistemáticamente la fe y trataron de construir una sociedad atea. Se prohíbe catequizar, enseñar historia sagrada, después historia, y ahora van a prohibir pensar, la inteligencia artificial lo hará por ti, nos reducen a una colmena.

Este ateísmo militante, nacido en el siglo XIX, sigue vivo hoy bajo formas renovadas: en el relativismo cultural, en el marxismo cultural y en el nuevo orden mundial que busca subvertir los valores judeocristianos. La crítica de Feuerbach y Marx no quedó en los libros, sino que se tradujo en revoluciones, dictaduras y guerras que marcaron el destino de millones de personas. No tendrás nada y seras feliz.

Con ellos, Europa no solo pensó un mundo sin Dios, sino que empezó a construirlo. El resultado fue una sociedad herida, y un continente que no logra recuperar la esperanza perdida.

Después de Kant, Hegel, Feuerbach y Marx, el pensamiento europeo estaba preparado para una ruptura más radical: Friedrich Nietzsche (1844-1900) y Sigmund Freud (1856-1939). Representan un cambio de paradigma: Europa ya no se concibe como heredera de una tradición cristiana debilitada, sino como una civilización que debe construirse sin Dios y contra Dios.

Nietzsche, desde la filosofía, proclama la “muerte de Dios” y anuncia el advenimiento del superhombre, creador de valores en un mundo sin fundamentos trascendentes. Freud, desde el psicoanálisis, interpreta la religión como una ilusión infantil, superada cuando la humanidad alcanza la “mayoría de edad” liberándose de la dependencia del Padre celestial.

En ellos, el proceso iniciado en la Ilustración alcanza un punto de no retorno: la expulsión de Dios del horizonte cultural europeo. de los juzgados, las aulas y ahora la demolición o conversión de las iglesias en cafeterías.

Friedrich Nietzsche es probablemente el filósofo más radical del siglo XIX. Su crítica no se limita al cristianismo como institución; alcanza al propio fundamento de la cultura occidental.

En La gaya ciencia (1882), Nietzsche pone en boca de un “loco” el anuncio más célebre de la modernidad:

“¡Dios ha muerto! ¡Dios sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!”

Esta frase no debe entenderse como una afirmación biológica ni como un argumento ateo al estilo ilustrado. Nietzsche no pretende demostrar que Dios no existe; afirma que la fe en Dios ha dejado de ser creíble para el hombre moderno. El Dios que sostenía la moral, la política y el sentido de la vida ha perdido su poder. Europa vive como si Dios no existiera, y por eso “está muerto”.

El epicureismo, ha resucitado, el nihilismo impera: el hedonismo, triunfa, el consumo y la búsqueda desenfrenada del placer son el fin último de la vida. Si Dios muere, también mueren los valores objetivos, las verdades absolutas y los fundamentos morales.

El vacío dejado por la muerte de Dios debe ser llenado. No se puede vivir sin sentido.

Nietzsche propone que el hombre, liberado de Dios, asuma el papel de creador de valores. Creador de contenido, ídolos que adorar. El superhombre es aquel que se atreve a afirmar la vida sin recurrir a fundamentos trascendentes.

En Así habló Zaratustra (1883-1885), Nietzsche expone la imagen del superhombre:

“El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre: una cuerda sobre un abismo.”

La humanidad, liberada del “engaño” cristiano, debe dar un salto hacia adelante: crear su propio destino, inventar su moral, asumir la vida tal como es, con su dolor y su grandeza, sin necesidad de salvación.

Nietzsche consideraba al cristianismo como la expresión más acabada de lo que él llamaba moral de esclavos. Según su análisis, las primeras comunidades cristianas, compuestas de pobres, débiles y marginados, crearon un sistema moral que invertía los valores de la fuerza y la vitalidad.

Donde antes se valoraba la fortaleza, el orgullo y la afirmación de la vida, el cristianismo exaltó la humildad, la obediencia y el sacrificio. Para Nietzsche, esto fue un acto de resentimiento: los débiles inventaron un sistema moral que condenaba como “malos” los valores de los fuertes, y exaltaba como “buenos” los comportamientos que servían a su propia supervivencia.

En La genealogía de la moral (1887), escribe:

“El cristianismo fue un movimiento de resentimiento de los débiles contra los fuertes, de los pobres contra los ricos, de los enfermos contra los sanos.”

Así, el cristianismo se convierte en el principal obstáculo para la afirmación plena de la vida. Su Dios ha muerto, y con Él debe morir también la moral que impide al hombre realizarse como superhombre.

Si Nietzsche proclamó la muerte de Dios desde la filosofía, Freud lo hizo desde la psicología. El creador del psicoanálisis interpretó la religión no como resentimiento, sino como una ilusión psicológica derivada de la estructura misma de la mente humana.

En El porvenir de una ilusión (1927), Freud sostiene que la religión nace de la necesidad infantil de protección. El hombre, enfrentado a las fuerzas amenazantes de la naturaleza y de la vida, proyecta en un Padre celestial la seguridad que experimentó en su infancia con sus padres. Dios es, entonces, un sustituto del padre:

“Las doctrinas religiosas son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos, fuertes y urgentes de la humanidad.”

La religión, para Freud, es un mecanismo de defensa colectivo. Proporciona consuelo, orden moral y esperanza, pero al precio de mantener al hombre en una minoría de edad psicológica. Creer en Dios es no haber superado la etapa infantil.

Freud utiliza una categoría kantiana —la “mayoría de edad”—, pero la aplica en clave psicoanalítica. La humanidad alcanzará la madurez cuando abandone las ilusiones religiosas y acepte la realidad tal cual es, aunque sea dura y sin consuelo trascendente.

Así, la religión no solo es falsa, sino que es un obstáculo para el progreso de la civilización. Superarla es condición de madurez psicológica y cultural.

Freud amplió esta crítica en El malestar en la cultura (1930). Allí afirma que la religión funciona como una represión necesaria para la vida en sociedad, pero también como una fuente de neurosis colectiva. Al prometer felicidad en el más allá, desvía la energía vital del hombre y lo somete a una moral represiva.

Si Nietzsche había denunciado al cristianismo como moral de esclavos, Freud lo describe como fuente de neurosis, como mecanismo de represión que impide la realización plena del individuo.

Aunque provienen de campos distintos, Nietzsche y Freud convergen en varios puntos esenciales:

Negación de la trascendencia: para ambos, Dios no es necesario.

Lo que ayer era considerado desviación, hoy se reviste de legitimidad bajo el lenguaje de los “derechos” y de la “autenticidad personal”. Si Dios muere, también muere la noción de naturaleza humana y, con ella, los criterios para distinguir entre lo sano y lo enfermo, entre lo lícito y lo destructivo.

Instituciones globales —como la OMS y otros organismos de gobernanza mundial— terminan avalando prácticas que históricamente fueron reconocidas como parafilias y aberraciones, presentándolas como meras expresiones del libre desarrollo de la personalidad. En este escenario, las categorías de “trastorno” o “enfermedad” son eliminadas por considerarse estigmatizantes. Luego vendrá la OMS y dirá que las parafilias y aberraciones son solo parte del libre desarrollo de la personalidad abrirá los manicomios y la sociedad se llenara de violadores y asesinos sueltos.

Freud penetró en la psicología, la pedagogía, la literatura y la cultura popular. Su crítica de la religión como ilusión se convirtió en sentido común para las élites intelectuales del siglo XX.

Ambos contribuyeron a crear una Europa culturalmente postcristiana, donde la fe fue considerada un vestigio del pasado, superado por la razón, la ciencia y la autonomía individual.

La Teología de la Liberación, en América Latina, lleva al campo de los altares el conflicto, diluye la trascendencia de Dios y subordina la fe a proyectos humanos —sean existenciales o políticos— debilitando así la esencia del cristianismo.

Inspirada por la filosofía de Nietzsche y por la crítica cultural del siglo XX, algunos teólogos comenzaron a hablar de un cristianismo “sin Dios” o de un “Dios que ha muerto”. Entre ellos destaca Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), quien, como nazi, quiso imponer la visión milenarista protestante-socialista y reflexionó sobre un “cristianismo sin religión”. Aunque Bonhoeffer nunca negó la fe en Dios, abrió una puerta peligrosa al sugerir que el hombre moderno debía vivir “como si Dios no existiera” (etsi Deus non daretur).

Tras la Segunda Guerra Mundial, esta intuición fue desarrollada por teólogos como Thomas J. J. Altizer, que proclamaron abiertamente la teología de la muerte de Dios. En sus escritos se afirmaba que el concepto tradicional de Dios había perdido vigencia en el mundo moderno, y que el cristianismo debía liberarse de él para ser relevante.

De este modo, la teología misma parecía asumir la tesis de Nietzsche: el Dios del cristianismo estaba muerto, y la fe debía adaptarse a una cultura atea.

La Teología de la Liberación, impulsada por Gustavo Gutiérrez (Perú), Leonardo Boff (Brasil) y otros teólogos comprometidos con las causas sociales, funda grupos guerrilleros que destruyen y envenenan la iglesia.

Cristo como liberador político: más que Salvador trascendente, Jesús es presentado como líder de los pobres y modelo de resistencia contra el rico, pecado contra el 10 mandamiento, inspirado en Marx el satánico..

Reino de Dios como utopía social: el Reino no es visto en clave escatológica (vida eterna), sino como una sociedad justa en la tierra, construida mediante la revolución.

Iglesia como agente de cambio político: la misión eclesial se redefine en términos de praxis revolucionaria, más que de anuncio de la salvación.

Al incorporar el marxismo, la Teología de la Liberación debilitó la fe desde dentro: en lugar de evangelizar la política, politizó el Evangelio.

Tanto la teología de la muerte de Dios como la Teología de la Liberación no surgen en el vacío: son la continuación, dentro de la Iglesia, de los procesos filosóficos que venimos analizando:

De Nietzsche toman la idea de que el Dios tradicional está “muerto” para el hombre moderno.

De Marx heredan las categorías de lucha social y la convicción de que la religión debe ponerse al servicio de la revolución.

De Freud asimilan la idea de que la religión tradicional puede ser un obstáculo para la madurez.

Lo que antes era crítica externa, se convierte ahora en reinterpretación interna. La Iglesia ya no enfrenta solo ataques desde fuera, sino tendencias desde dentro que asumen el mismo horizonte secular.

El impacto de estas corrientes fue notable:

División interna: generaron fuertes tensiones en la Iglesia católica y en las iglesias protestantes, enfrentando a teólogos y comunidades entre sí.

Debilitamiento doctrinal: la fe en un Dios personal, en Cristo como Redentor y en la salvación eterna quedó diluida en proyectos éticos o políticos.

Colonización ideológica: al adoptar categorías marxistas, la Teología de la Liberación se convirtió en un instrumento de colonización cultural, debilitando la identidad cristiana en regiones enteras.

Aunque fueron criticadas y en muchos casos corregidas por el magisterio de la Iglesia —como en las instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1984 y 1986—, aún persisten, gracias al papa que las impulso por todo el mundo.

Si la filosofía había proclamado la muerte de Dios desde fuera, la teología de la muerte de Dios y la Teología de la Liberación lo hicieron desde dentro. En lugar de reafirmar la trascendencia divina y la centralidad de Cristo, diluyeron el mensaje cristiano en símbolos culturales o en programas políticos.

De este modo, el cristianismo quedó debilitado no solo por el ataque frontal de ideologías ateas, sino también por la erosión interna de corrientes que, bajo el nombre de teología, terminaron alineándose con el marxismo, el socialismo o el secularismo radical. Y adaptaron la ideologia woke.

La consecuencia fue una Iglesia más vulnerable, y una Europa —y América Latina— cada vez más dispuestas a ser colonizadas por ideologías que pretendían subvertir el orden cristiano para instaurar un nuevo orden mundial.

El resultado fue la aparición de regímenes totalitarios que asumieron explícitamente el ateísmo o la subordinación de la religión, y que trataron de construir un orden social y cultural desligado del cristianismo. La Revolución rusa (1917) inauguró el primer experimento de un Estado ateo de masas. El nazismo alemán (1933-1945), aunque diferente en su base ideológica, compartió la voluntad de sustituir la fe cristiana por un proyecto político absoluto. Ambos movimientos —comunismo y nazismo— son manifestaciones de la ideología en armas, el intento de convertir teorías filosóficas en sistemas totalitarios sostenidos por ejércitos y propaganda.

La Revolución de Octubre de 1917, liderada por los bolcheviques, aplicó de manera programática la crítica marxista de la religión. El marxismo-leninismo, doctrina oficial del nuevo Estado, estableció que la religión era un obstáculo para la revolución y debía ser erradicada.

Uno de los actos más simbólicos de este proceso fue el “juicio a Dios” organizado por tribunales revolucionarios, donde de manera teatral se representó la condena y ejecución de la divinidad cristiana. Era la escenificación de lo que Marx había escrito: la religión debía ser abolida para que el hombre alcanzara su verdadera libertad.

Políticas antirreligiosas del régimen soviético

Confiscación de bienes eclesiásticos: iglesias, monasterios y propiedades pasaron al Estado.

Persecución del clero: miles de sacerdotes fueron ejecutados o enviados a campos de trabajo.

Propaganda atea: el régimen promovió la “Liga de los Sin Dios” para educar a las masas en el ateísmo científico.

Subordinación de la Iglesia ortodoxa: cuando no fue destruida, quedó bajo control del Estado.

La Unión Soviética se convirtió así en el primer Estado oficialmente ateo de la historia, demostrando cómo la filosofía marxista se transformaba en política concreta.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el comunismo se expandió a Europa del Este, China, Corea del Norte, Vietnam, Cuba y más tarde a África y América Latina. En todos los casos, la religión fue vista con sospecha y considerada enemiga del pueblo.

En China, tras 1949, Mao Zedong lanzó campañas contra la Iglesia y las religiones tradicionales, promoviendo el culto al Partido y al líder.

En Corea del Norte, el régimen instauró una ideología que sustituyó la religión por la adoración a la familia Kim.

En Cuba, después de 1959, el gobierno de Fidel Castro restringió severamente la libertad religiosa, marginando a los creyentes de la vida pública.

En todos estos contextos, la consigna marxista se hizo realidad: la fe debía desaparecer para que la nueva sociedad sin clases pudiera surgir. La religión sobrevivió, pero perseguida, controlada y debilitada.

Aunque ideológicamente distinto del comunismo, el nazismo alemán compartió con él la voluntad de suplantar el cristianismo. Hitler, que en sus discursos ocasionalmente utilizaba referencias religiosas, de sus aliados protestantes que lo habían puesto en el poder, para atraer las masas, en realidad el socialismo, es intrínsecamente ateo como el comunismo Ruso.

El nazismo intentó construir una “religión política” basada en el culto a la raza aria, al Führer y a los símbolos del partido. En este sentido, el nazismo es heredero indirecto de Nietzsche: exaltaba la fuerza, el poder y la afirmación de la vida contra la “moral de esclavos” cristiana.

Control de las iglesias: buscó someter tanto a católicos como a protestantes al Estado nacionalsocialista.

Promoción del neopaganismo: algunos líderes nazis, como Himmler, impulsaron rituales inspirados en mitologías germánicas.

Persecución de opositores religiosos: sacerdotes y pastores que resistieron al régimen fueron encarcelados o ejecutados.

Aunque comunismo y nazismo se presentan como opuestos políticos, tienen puntos en común:

Ambos son totalitarismos: controlan todos los aspectos de la vida social, política y cultural.

Ambos suprimen la libertad religiosa: el comunismo mediante el ateísmo de Estado; el nazismo, subordinando o destruyendo las iglesias.

Ambos crean un culto sustituto: en el comunismo, el culto al partido y al líder; en el nazismo, el culto a la raza y al Führer.

El comunismo se apoya en el materialismo histórico, el socialismo le ligue los pasos. Pero ambos coinciden en lo esencial: la sustitución del cristianismo por un proyecto político absoluto.

El siglo XX fue escenario de una devastación sin precedentes: dos guerras mundiales, genocidios, persecuciones, gulags, campos de concentración. La promesa ilustrada de un mundo más racional y libre desembocó en horrores masivos.

El precio de la muerte de Dios, proclamada por Nietzsche y asumida por los totalitarismos, fue un siglo marcado por la violencia y la deshumanización. Allí donde se eliminó a Dios como fundamento de la moral y la sociedad, se erigieron dioses sustitutos —el Partido, la Raza, el Estado— que exigieron obediencia absoluta y sacrificios humanos en proporciones nunca vistas.

A pesar de la persecución, el cristianismo sobrevivió. En la Unión Soviética, la fe se mantuvo en comunidades clandestinas. En Alemania, los mártires de Dachau testimoniaron con su vida la resistencia cristiana. En Polonia, Hungría y otras naciones, la Iglesia se convirtió en refugio de identidad frente al totalitarismo comunista.

Esto demuestra que, aunque debilitada y acosada, la fe cristiana no fue destruida. La semilla permaneció viva, incluso en medio del fuego de la persecución.

El siglo XX mostró la realización más dramática de las ideas anticristianas que habían germinado en la modernidad. La Revolución rusa, el comunismo global y el nazismo fueron intentos de construir sociedades sin Dios, basadas en ideologías absolutas que reemplazaban la fe cristiana.

Ambos totalitarismos, aunque diferentes, compartieron la convicción de que el cristianismo debía ser eliminado o subordinado. Ambos demostraron que cuando se expulsa a Dios del centro de la cultura, no queda un vacío neutral, sino que surgen ídolos políticos que exigen obediencia total.

Europa pagó un precio terrible por haber abrazado ideologías nacidas de la negación de Dios. Millones de muertos, sociedades arrasadas y una herida cultural profunda fueron el fruto de la ideología en armas. La lección es clara: la muerte de Dios en la filosofía se tradujo en la muerte del hombre en la política.

El siglo XX no solo fue escenario de la confrontación bélica de los totalitarismos, sino también de una mutación ideológica. Tras el derrumbe del nazismo en 1945 y con las limitaciones del comunismo soviético en Occidente, la estrategia marxista cambió de campo de batalla: de la lucha de clases y la revolución armada al ámbito de la cultura, la educación y la subjetividad.

La pregunta era clara: ¿cómo conquistar Occidente, que había resistido a la expansión soviética? La respuesta fue lo que hoy se conoce como marxismo cultural, una reinterpretación del marxismo que, en lugar de centrarse en la economía, apuntó a transformar las ideas, los valores y las costumbres de la sociedad occidental.

La Escuela de Frankfurt, fundada en Alemania en 1923 como Instituto de Investigación Social, fue el laboratorio donde se gestó este cambio. Sus principales representantes fueron Max Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse y Erich Fromm. Tras huir del nazismo, muchos de ellos emigraron a Estados Unidos, desde donde influyeron en universidades y movimientos sociales.

Crítica a la cultura burguesa: la familia, la religión, la moral sexual y la tradición eran vistos como estructuras que perpetuaban la opresión.

Nueva lucha de clases: no solo proletarios contra burgueses, sino minorías contra mayorías, jóvenes contra adultos, mujeres contra hombres.

Revolución cultural: en lugar de revolución armada, había que transformar la sociedad desde dentro, colonizando la educación, el arte, los medios y la psicología.

Herbert Marcuse, en su obra Eros y civilización (1955), propuso la liberación sexual como medio revolucionario. Según él, la represión sexual era un mecanismo del capitalismo para mantener a las masas sometidas. La auténtica emancipación debía incluir la abolición de las normas sexuales tradicionales.

El fracaso de la revolución proletaria en Occidente llevó a la izquierda intelectual a concluir que la religión y la cultura cristiana habían sido más fuertes que la propaganda comunista. Por ello, la nueva estrategia no consistía en tomar el poder político de inmediato, sino en erosionar los cimientos culturales de Occidente: la familia, la moral, la educación y la fe.

Antonio Gramsci, intelectual marxista italiano, lo había anticipado ya en los años 1930: la clave era una “guerra de posiciones” en la cultura, más que una guerra frontal. La hegemonía cultural debía preceder a la hegemonía política.

La herencia de la Escuela de Frankfurt se manifestó en la revolución estudiantil de Mayo del 68 en París y en los movimientos contraculturales de los años 1960-1970. Las consignas de entonces lo resumían:

“Prohibido prohibir.”

“Haz el amor y no la guerra.” Parafraseando la frase del pastor protestante que habia propuesto en “Honesto para con Dios”, que si dios es amor hay que hacer el amor.

No era ya una lucha por el control de fábricas o tierras, sino por la redefinición de la moral, la educación y las costumbres. La sexualidad, la libertad individual absoluta y el rechazo de toda autoridad (especialmente religiosa y familiar) se convirtieron en banderas de una revolución cultural que aún hoy determina el horizonte occidental.

En las décadas siguientes, el marxismo cultural se metamorfoseó en nuevas corrientes que dominan el debate actual: la ideología de género y el movimiento woke.

Ideología de género: parte de la premisa de que el sexo biológico no determina la identidad de género. La diferencia hombre-mujer, considerada por la tradición judeocristiana como un dato natural y complementario, se redefine como construcción cultural. La familia tradicional es vista como opresiva, y se promueven modelos alternativos de convivencia.

Movimiento woke: surgido en Estados Unidos, centra su lucha en causas como la justicia racial, los derechos LGTB+, el feminismo radical y la cancelación de voces disidentes. Se presenta como emancipador, pero en la práctica genera una cultura de censura y polarización.

Ambos fenómenos son herederos directos del marxismo cultural: trasladan la lógica de la lucha de clases a nuevas trincheras —hombre contra mujer, heterosexual contra homosexual, blanco contra negro, creyente contra secular—, con el objetivo de debilitar la identidad común de Occidente.

La fuerza del marxismo cultural radica en que no se impone por la violencia militar, sino por la persuasión cultural. A través de universidades, medios de comunicación, cine, literatura y redes sociales, sus ideas se han convertido en sentido común para millones de personas.

Fragmentación social: al sustituir la unidad cultural cristiana por identidades en conflicto, se erosiona la cohesión de las naciones.

Crisis de la familia: pilar básico de la civilización occidental, debilitada por ideologías que la consideran opresiva.

Secularización radical: la fe se relega a la esfera privada, mientras que lo público se coloniza con nuevos dogmas ideológicos.

El marxismo cultural es, en esencia, la continuidad del marxismo clásico por otros medios:

Marx quiso destruir la religión para liberar al proletariado.

La Escuela de Frankfurt quiso destruir la moral tradicional para liberar a las minorías.

Hoy, la ideología de género y el woke buscan desmantelar la herencia judeocristiana para imponer un nuevo orden cultural.

El fin último es el mismo: la subversión del orden occidental y su entrega a un sistema global basado en el materialismo histórico.

Del marxismo clásico al marxismo cultural, la estrategia ha cambiado, pero no el objetivo. La lucha ya no se centra en fábricas ni campos de batalla, sino en las aulas, los medios y las conciencias. El campo de guerra es la cultura, y las armas son las ideas.

El resultado es un Occidente debilitado, que ha perdido la confianza en su herencia cristiana y se encuentra cada vez más vulnerable a proyectos totalitarios globales. La colonización de la mente ha sido más eficaz que cualquier ejército.

Europa, que un día fue faro de la cristiandad y de la libertad, corre el riesgo de convertirse en terreno fértil para ideologías que, en nombre de la emancipación, destruyen la dignidad y la unidad de la persona.

Tras recorrer el camino filosófico e ideológico que debilitó las raíces cristianas de Europa, llegamos al presente. Hoy la confrontación ya no es solo intelectual o cultural: se manifiesta en guerras abiertas, amenazas nucleares y reconfiguración geopolítica global. Europa, que durante siglos fue cuna de civilización y faro del cristianismo, es ahora campo de batalla en un conflicto que combina armas, ideologías y propaganda.

La guerra en Ucrania, la doctrina rusa del “Hombre Muerto”, los movimientos de colonización ideológica en Occidente y los más de 40 conflictos activos en el mundo son expresiones de una misma lucha: la pugna entre un proyecto de totalitarismo materialista y la herencia judeocristiana que aún subsiste, aunque debilitada, en el corazón de Europa.

La Federación Rusa, heredera de la Unión Soviética, conserva un arsenal nuclear estimado en más de 5.000 cabezas. Pero más allá de los números, lo decisivo es su doctrina estratégica: el sistema automático de represalia conocido como Perímetro o “Hombre Muerto”.

Este mecanismo, creado en tiempos soviéticos, garantiza un contraataque nuclear masivo incluso si el mando político y militar fuera destruido. Su sola existencia revela una mentalidad: Rusia está dispuesta a arrastrar al mundo entero al abismo antes que aceptar la derrota.

La doctrina del “Hombre Muerto” simboliza la lógica nihilista que ha acompañado al materialismo histórico: si no podemos imponer nuestro sistema, preferimos la aniquilación total. La vida deja de tener valor intrínseco; lo único que importa es la victoria de la ideología.

Europa, con unos 3 millones de soldados profesionales y una de las industrias armamentísticas más avanzadas del planeta, tiene en principio superioridad convencional sobre Rusia. Pero su vulnerabilidad radica en otro aspecto: su fragmentación cultural e ideológica.

El continente que heredó del cristianismo la libertad religiosa, la dignidad de la persona y la autonomía de la conciencia, se encuentra hoy debilitado por décadas de marxismo cultural, ideología de género y relativismo moral. Sus ejércitos pueden ser poderosos, pero su alma está dividida.

Ucrania se ha convertido en símbolo de esta batalla: no solo por la defensa de su soberanía, sino porque allí se juega el equilibrio de fuerzas entre un proyecto autoritario euroasiático y la alianza occidental. Lo que está en juego no es solo territorio, sino el futuro de la civilización occidental.

Más allá de Europa, el planeta vive una escalada de conflictos. Según diversos observatorios internacionales, actualmente hay alrededor de 45 guerras y focos de violencia armada en curso:

En África: Sudán, Etiopía, Sahel, República Democrática del Congo.

En Asia: Siria, Yemen, Afganistán, Myanmar.

En América: conflictos ligados al narcotráfico en México y América Central, y tensiones políticas en Venezuela.

En Europa: la guerra de Ucrania como epicentro.

Esta multiplicidad de conflictos muestra que la lucha no es local, sino global. Cada guerra es un frente en una confrontación más amplia: la pugna por un nuevo orden mundial.

El materialismo histórico, que en el siglo XX se expresó en comunismo y nazismo, busca hoy una nueva forma: un orden mundial centralizado que controle economías, culturas y conciencias. Este proyecto combina elementos del socialismo, del capitalismo global y de la ingeniería cultural derivada del marxismo cultural.

Su objetivo es claro: debilitar la soberanía de las naciones, relativizar las identidades religiosas y culturales, e instaurar un sistema donde la persona se convierta en consumidor y productor controlado, sin arraigo ni trascendencia.

La batalla por este orden no se libra solo en parlamentos o tratados, sino en las mentes: mediante educación, medios de comunicación, entretenimiento y redes sociales. La colonización ideológica es tan decisiva como los tanques en el campo de batalla.

Desde Carlomagno y el Sacro Imperio Romano Germánico, Europa fue el corazón espiritual y político de Occidente. Hoy vuelve a estar en el centro de la historia: su destino marcará el futuro del mundo.

Si Europa cede a las ideologías secularizadoras y a la presión geopolítica de Rusia y China, Occidente perderá su liderazgo histórico.

Si Europa recupera su raíz cristiana y su confianza en la libertad, podrá resistir y ofrecer un modelo alternativo de civilización.

El dilema no es solo militar, sino espiritual: Europa debe decidir si quiere seguir siendo heredera de Jerusalén, Atenas y Roma, o convertirse en terreno de colonización para proyectos totalitarios globales.

El presente geopolítico confirma lo que la historia intelectual anticipaba: el enfrentamiento no es solo por territorios o recursos, sino por la visión del hombre. Rusia, con su doctrina del “Hombre Muerto”, representa el extremo de un materialismo que desprecia la vida. Europa, aunque militarmente fuerte, está culturalmente debilitada por ideologías que minan su herencia cristiana.

El mundo, con más de 40 guerras activas, se encuentra en un punto de inflexión. El futuro de Europa es el futuro de Occidente. La pregunta es si este continente, que un día iluminó al mundo con la fe cristiana, tendrá la fuerza de redescubrir sus raíces para resistir el avance de un orden mundial que amenaza con reducir al hombre a esclavo del sistema.

El recorrido histórico-filosófico que hemos trazado revela una continuidad sorprendente. Desde la Ilustración hasta el presente, Europa ha sido escenario de un proceso de erosión del cristianismo que no fue casual ni aislado. Kant proclamó la autonomía de la razón; Hegel interpretó la historia como despliegue del Espíritu que prescindía de la fe; Feuerbach redujo a Dios a proyección; Marx convirtió la religión en opio del pueblo; Nietzsche anunció la muerte de Dios; Freud la interpretó como ilusión infantil. A esta cadena se sumaron teólogos que, desde dentro, diluyeron la trascendencia en categorías políticas o culturales.

El resultado fue la preparación de un siglo XX dominado por regímenes totalitarios —comunismo y nazismo— que llevaron estas ideas a sus consecuencias políticas: sociedades sin Dios, regidas por ideologías absolutas. Tras su fracaso, las mismas ideas mutaron en marxismo cultural, ideología de género y movimiento woke, que colonizan la mente occidental y debilitan sus raíces espirituales.

El siglo XX mostró que la muerte de Dios no queda en el plano filosófico: desemboca en la muerte del hombre. Los gulags soviéticos, los campos de concentración nazis, las purgas maoístas y los regímenes comunistas en diversas regiones del mundo demostraron que cuando se sustituye la fe por la ideología, la dignidad humana es sacrificada en nombre del sistema.

La promesa de emancipación se transformó en opresión; el sueño de igualdad, en tiranía. Lo que Nietzsche había anunciado como liberación —la muerte de Dios— se convirtió en la antesala de horrores colectivos.

En la actualidad, la lucha ya no se libra principalmente con ejércitos, sino en la cultura y la educación. La Escuela de Frankfurt, Gramsci y los teóricos del marxismo cultural entendieron que Occidente no podía ser conquistado desde fuera, sino debilitado desde dentro. Por eso trasladaron la revolución al terreno de las ideas, las costumbres y la subjetividad.

Hoy vemos los frutos:

Familias fragmentadas.

Identidades diluidas en ideologías de género.

Universidades convertidas en centros de militancia.

Una juventud educada en la sospecha hacia su herencia cultural.

La guerra cultural ha sido más eficaz que muchas guerras militares. La colonización de la mente occidental ha debilitado su confianza en sí misma, dejándola vulnerable frente a proyectos globalistas o autoritarios.

La guerra en Ucrania y la doctrina rusa del “Hombre Muerto” ponen en evidencia que el conflicto también tiene una dimensión militar. Rusia, heredera del comunismo, conserva la mentalidad nihilista de arrastrar al mundo entero a la destrucción antes que aceptar la derrota.

Europa, con su poder militar y económico, debería estar en posición de ventaja. Pero su verdadera debilidad no está en los tanques, sino en el alma: un continente dividido, seducido por ideologías que minan su raíz judeocristiana.

Mientras tanto, el mundo vive más de 40 guerras activas. El nuevo orden mundial que emerge busca centralizar el poder, relativizar las culturas y controlar a los individuos mediante un sistema materialista global. La batalla es simultáneamente geopolítica y espiritual.

Europa se encuentra hoy en un cruce de caminos histórico:

Si cede a la presión ideológica del marxismo cultural y a la geopolítica de Rusia y China, perderá su identidad y su liderazgo histórico.

Si recupera su herencia judeocristiana, podrá resistir y ofrecer al mundo un modelo alternativo basado en la libertad, la dignidad y la trascendencia.

El futuro de Occidente depende de esta decisión. No es exagerado decir que el futuro del mundo depende del futuro de Europa.

La historia nos enseña que cada vez que Europa intentó construirse prescindiendo de Dios, terminó en catástrofe:

La Ilustración radical abrió la puerta al relativismo.

El marxismo desembocó en gulags.

El nazismo, en Auschwitz.

El comunismo global, en represión masiva.

El marxismo cultural, en la desintegración de la identidad.

En contraste, cuando Europa permaneció fiel a sus raíces cristianas, fue capaz de crear instituciones de libertad, de generar ciencia y cultura, de promover la dignidad humana y de iluminar al mundo.

El desafío actual no es solo resistir militarmente o superar crisis económicas, sino recuperar el alma de Europa. Ello implica redescubrir que la verdadera fuerza de Occidente no está en sus ejércitos ni en sus fábricas, sino en la visión cristiana del hombre como hijo de Dios, libre y responsable.

Más allá de la política y de la estrategia, lo que está en juego es el sentido de la existencia humana. El cristianismo ofrece una visión esperanzadora: el hombre no es esclavo del sistema, ni producto de la historia, ni mero consumidor. Es un ser llamado a la libertad, a la comunión y a la eternidad.

El largo recorrido que hemos hecho nos muestra un combate de siglos entre dos visiones irreconciliables:

El totalitarismo ateo, heredero de Kant, Hegel, Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud, que reduce al hombre a engranaje del sistema.

La visión cristiana, heredera de Jerusalén, Atenas y Roma, que proclama la libertad y la dignidad de la persona.

Hoy, esa batalla llega a un punto crítico. La guerra en Ucrania, las tensiones globales y la colonización cultural son solo manifestaciones de un conflicto más profundo. El futuro de Europa es el futuro de Occidente. Y el futuro de Occidente es el futuro del mundo.

La decisión está en nuestras manos: ¿seguiremos el camino de la muerte de Dios y del hombre, o recuperaremos la esperanza de una civilización fundada en la fe, la libertad y la dignidad humana?

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De #bottegadivina

Bottega Divina es un Canal dedicado a aplicar la tradición moral Cristiana a situaciones críticas en la política y la sociedad. Abogamos y velamos por la aplicación de los principios fundamentales de la sociedad, como el derecho natural, en los ámbitos políticos y sociales.

One reply on “Paradigma, fin de la Historia ó extinción del Hombre”

¡Buenas hogeras para todos!

Existe un mundo ideal para los huérfanos de consciencia, en dónde las palabras amor, libertad y respeto, emergen para indicar una carencia, un fantasma, y al mismo tiempo surgen nueva palabras para indicar la condición, como represión, obediencia y tolerancia.

De la misma manera que se emite una señal para sacar una espina, las señales de la espina virtual es inequívoca.

Por eso, en esa lógica confusión, buscan a Dios o así mismos, y su fe flaquea porque transfieren su poder en un símbolo de muy fácil manipulación, sobresaliendo un intermediario con una verdad universal.

Si bien el amo y pastor se beneficia de su rebaño, se convierte en un esclavo más al estar obligado a sostener la consciencia ideal interfiriendo en desarrollo o evolución de la consciencia en ambos.

No existen malas palabras, pero solo los artistas pueden utilizarlo de manera adecuada, sin afectación, siendo aquello que otros necesitan nombrar.

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