SAN IRENEO DE LYON
El pecado no es un dato de la estructura natural del hombre, sino que procede del libre rechazo del plan divino. Todo pecado es, pues, desobediencia culpable. El Padre, que creó al hombre para amarlo, no quiso abandonar su obra en manos del demonio tentador que lo había seducido y sujetado a servidumbre en el paraíso (cf. IV, Pr. 4). Por eso descargó su maldición sobre la serpiente (cf. IV, 41,3), es decir el demonio que por envidia y maldad había tentado al ser humano; en cambio tuvo compasión de éste, pues había pecado por debilidad y engaño (cf. III, 23,5). Para reparar la obra hecha a imagen de su Hijo, el Padre lo envió en carne humana para que, asumiendo todo lo que es nuestro, por su obediencia restaurara en nosotros la imagen primera.
Si luego el ser humano por la gracia recibe al Espíritu de Dios y de esta manera se convierte en un hombre espiritual, entonces también es un hombre perfecto (cf. V, 6,1; 8,2; 13,3). En cambio los hombres carnales son aquellos que viven conforme a las habitudes de las bestias, rechazando la guía del Espíritu con tal de seguir sus apetitos carnales para satisfacerlos (cf. V, 8,2). Cierto que, como San Pablo, reconoce que el «hombre perfecto» está formado de cuerpo, alma y Espíritu (1 Tes 5,23); pero este último no es un componente natural de la substancia humana, sino el don de Dios que la eleva y perfecciona. Así pues, el orden antropológico subyacente en sus obras supone que el hombre, al principio, ha sido creado material, ha recibido el alma para vivir como humano, y sólo después el don del Espíritu para hacerse semejante a Dios (cf. V, 9,1; 12,2).
Cierto que también habrá un castigo para los rebeldes contra Dios, que desobedecen sus Leyes. Ya lo hubo desde el principio, cuando «se impusieron al hombre los sufrimientos, el trabajo de la tierra, comer el pan con el sudor de su frente, y volver a la tierra de la que había sido sacado (Gén 3,17-19). También a la mujer se le castigó con sufrimientos, trabajos, llanto y dolor en el parto, así como el sometimiento en cuanto debe estar bajo su marido (Gén 3,16)». Pero «Dios no quería ni que, por una parte, quedaran hundidos en la muerte; ni, por otra, si no eran castigados, pudieran despreciar a Dios» (III, 23,3). Igualmente habrá condenación definitiva para quien de modo contumaz rechace el plan del Padre. Pero no es Dios quien condena al ser humano, a quien creó por amor y lo destinó para la vida; sino que éste «se condena a sí mismo (Tt 3,11), porque resiste (2 Tim 2,25) a su salvación» (III, 1,2; cf. IV, 39,4; V, 27,2).