La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.
El hombre existe temporalmente, vive esencialmente en la espera del futuro alegre o doloroso; la Esperanza es una consoladora del presente. Mientras tiene vida, el hombre tiene esperanza (Ecl. 9, 4).
El hombre que edifica sobre sus propias seguridades y capacidades , debe esperar que Dios las destruya y convierta la seguridad humana en angustia y miedo (Am. 6, 1; Is.32,9-11; Prov. 14, 16)
Ningún hombre debe poner su esperanza en las riquezas (Salm. 52, 9; lob. 31, 24)
Ni en su justicia (Ez. 33, 13),
Ni en otro hombre (Jer. 17, 5).
Las reflexiones y cálculos humanos son humo (Sal. 94 11);
Dios las aniquila (Salm. 33, 10; ls. 19, 3; Prov. 16, 9).
Sólo la esperanza en Dios, el Insondable, de quien el hombre no dispone, puede liberarnos de la angustia (ls. 7, 4; 12, 2; Ps. 46, 3; Prov. 28, 1).
Esta confianza es un estar en silencio ante Dios, que va de la mano con el temor y el temblor (Is. 32, 11; Salm. 33, 18; Prov. 14, 16).
Vivimos en un reino intermedio que se alarga desde la Resurrección, hasta la segunda venida de Cristo. A este espacio responde la Esperanza.
Quien espera no se parece al que navega en un bote y al ver que se aproxima una catarata se consuela pensando que podrá resistir la caída.
La Esperanza es una fuerza del corazón, que Dios despierta, gracias a la cual el yo humano tiende hacia los invisibles bienes del futuro con paciencia y confianza.
El cristiano no se apoya en el mundo, que va contra su Esperanza, y que continuamente demuestra que la Esperanza del cristiano es una ilusión.
«Porque se ha manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres, enseñándonos a negar la impiedad y los deseos del mundo, para que vivamos sobria, justa y piadosamente en este siglo, con la bienaventurada esperanza en la venida gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro, Cristo Jesús, que se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad y adquirirse un pueblo propio, celador de obras buenas» (Tit. 2, 11-14; I Tim. 4, 10; T,t. 3, 7; Hebr. 6, 18-19- 7 19; I Ped. 1, 3, 13).
La Esperanza no nos hace la vida más fácil; quien pone su esperanza en Dios, no cuenta con sucesos fantásticos, de cuentos de hadas, que le liberen de las necesidades y de los dolores; con digna sobriedad acepta las cargas de la vida y su dureza y está incluso dispuesto a morir, con la certeza de que su gloria consiste en eso y está siempre más allá.
En la Esperanza muere, por tanto, la angustia existencial. Al cristiano no le atormenta la cuestión de qué vendrá después (Filip. 1, 20).
TEOLOGIA DOGMATICA V – LA GRACIA DIVINA
La esperanza en el futuro no desvaloriza lo presente. El mundo es tenido por los cristianos como una realidad transitoria; a pesar de todo, lo tomamos más en serio que los mundanos; en las formas de este mundo se configura ocultamente el futuro.
Cuando la esperanza de los cristianos se orienta a instituciones y estructuras terrenas, buscando en ellas seguridad y protección, Dios se dedica a destruir lo que los hombres construyen, para que no caigan en la tentación de conceder más honor y valor a sus propias seguridades que a la salvación del alma, para que no se olviden de que la gran tarea del cristiano es hacer que Cristo arraigue y crezca en los corazones, fomentar su honor y la salvación de los hombres, para que llegue el reinado de Dios (Mt. 6, 33).
¿Qué fuerza soberana vigoriza la esperanza hasta el punto de hacerla constante a los asaltos de la adversidad?… ¡La fe!
«El Señor es mi luz y mi salvación… ¿a quién temeré? El Señor protege mi vida… ¿quién me hará temblar» (Sal. 26,1).
Reza con ardor vibrante, y, en las tinieblas de la prueba continua tu camino, esperando en silencio la hora de Dios.
«Aunque el mismo Señor me quitase la vida esperaría en El» (Job 13,15).
«En todo lo que hiciéreis -decía San Ignacio de Loyola- confía en Dios, actuando, como si el éxito de cada acción dependiese de ti y nada de Dios. Procediendo como si todo fuese hecho sólo por Dios y nada por ti»
Es preciso creer ciegamente en Su piedad misericordiosa y en Su bondad omnipotente; es preciso tener la absoluta seguridad de que El escoge, para su intervención; la hora de las situaciones deseperadas…
«¡Alegraos siempre en el Señor! De nuevo os digo, ¡alegraos! ¡El Señor está próximo!» (Filp. 4, 4-5).




































