-«Ignorar la Escritura es ignorar a Cristo»
-«¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer al mismo Cristo, que es la vida de los creyentes?»
-«Estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro»
-«Sobre esta piedra está edificada la Iglesia».
San Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347, en una familia cristiana, que le dio una esmerada formación, enviándolo incluso a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana (cf. Ep 22, 7), pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana. Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida ascética y, al trasladarse a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él casi «un coro de bienaventurados» (Chron. ad ann. 374) reunido en torno al obispo Valeriano.
Después partió para Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcis, al sur de Alepo (cf. Ep14, 10), dedicándose seriamente a los estudios. Perfeccionó su conocimiento del griego, comenzó el estudio del hebreo (cf. Ep 125, 12), trascribió códices y obras patrísticas (cf. Ep 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la palabra de Dios hicieron madurar su sensibilidad cristiana.
Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (cf. Ep 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la vida cristiana: un contraste que se hizo famoso a causa de la dramática e intensa «visión» que nos narró. En ella le pareció que era flagelado en presencia de Dios, por ser «ciceroniano y no cristiano» (cf. Ep 22, 30).
En el año 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa san Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia de estudioso, lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.
Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban comprometerse en el camino de la perfección cristiana y profundizar en su conocimiento de la palabra de Dios, lo escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres nobles también aprendieron griego y hebreo.
Después de la muerte del Papa san Dámaso, en el año 385 san Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (cf. Contra Rufinum 3, 22; Ep 108, 6-14).
En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, «pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse» (Ep 108, 14). En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad: comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre del año 419/420.
Su formación literaria y su amplia erudición permitieron a san Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos: un trabajo muy valioso para la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales escritos en griego y en hebreo, comparándolos con versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos y gran parte del Antiguo Testamento.
Teniendo en cuenta el original hebreo, el griego de los Setenta —la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo — y las precedentes versiones latinas, san Jerónimo, apoyado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada «Vulgata», el texto «oficial» de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el concilio de Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el texto latino «oficial» de la Iglesia.
Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, «incluso el orden de las palabras es un misterio» (Ep 57, 5), es decir, una revelación. Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales: «Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos» (Ep 106, 2).
San Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los comentarios deben ofrecer opiniones múltiples, «de manera que el lector sensato, después de leer las diferentes explicaciones y de conocer múltiples pareceres —que se pueden aceptar o rechazar — juzgue cuál es el más aceptable y, como un experto agente de cambio, rechace la moneda falsa» (Contra Rufinum 1, 16).
Confutó con energía y vigor a los herejes que no aceptaban la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura, ya entonces digna de confrontarse con la clásica: lo hizo con el tratado De viris illustribus, una obra en la que san Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de autores cristianos.
Escribió también biografías de monjes, ilustrando el ideal monástico, junto a otros itinerarios espirituales; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en su importanteEpistolario, obra maestra de la literatura latina, san Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.
Dice san Jerónimo: «Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el cielo» (Ep 53, 10).
El Papa Benedicto XV lo reconoció como «doctor eminente en la interpretación de las Sagradas Escrituras». San Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: «¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuando no conocemos ni buscamos nada más?» (Ep. 53, 10).
En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en cierto sentido presencia del cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues «ignorar la Escritura es ignorar a Cristo».
Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia.
San Jerónimo exhortaba: «Permanece firmemente adherido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada, para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen» (Ep. 52, 7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano —concluía — debe estar en comunión «con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Ep. 15, 2
San Jerónimo, nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio (cf. Epp. 125, 11 y 130, 15), y sobre todo obediencia a Dios: «No hay nada que agrade tanto a Dios como la obediencia (…), que es la más excelsa de las virtudes» (Hom. de oboedientia: CCL 78, 552).
En el camino ascético pueden entrar también las peregrinaciones. En particular, san Jerónimo impulsó las peregrinaciones a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y alojados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, hija espiritual de san Jerónimo (cf. Ep. 108, 14).
Los padres son los principales educadores de sus hijos, sus primeros maestros de vida. Con mucha claridad, san Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: «Que encuentre en ti a su maestra, y que en su inexperta niñez te mire a ti con admiración. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado por imitación. Recordad que (…) podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra» (Ep. 107, 9).
Escribió gran cantidad de obras, principalmente comentarios de la sagrada Escritura, fue el traductor de la biblia al Latín.
En 386 funda una comunidad de aséticos estudiosos que decidieron vender todo y seguir a su mentor, funda la iglesia Santa Catalina de Belén construyendo una ciudad de conventos tanto para hombres como para mujeres.
Con el pasar del tiempo se encarga de dirigir ambos conventos y ser su guía espiritual, recibía a los visitantes romanos en la búsqueda de su dirección y también conocimiento y escribía fielmente contra las herejías que se desarrollaban en el mundo e incluso dentro de la misma iglesia, enfrentándose a viejas amistades; por sus opiniones personales y su forma de ver las cosas, llegó a ser excomulgado, prohibiéndose con el tiempo a él y a sus monjes la entrada a la iglesia de Belén.
Finalmente debido al exceso de fatigas entrega su alma, con casi 80 años, fallece el 30 de septiembre del año 420.


