En 1240, soldados musulmanes venidos para sitiar Asís, invaden el monasterio. Entre el pánico general, sólo la abadesa conserva la sangre fría. No hay posibilidad alguna de socorro humano; pero queda Dios. Y Clara se dirige a Cristo en la Eucaristía, como recuerda una testigo en el Proceso de canonización:
«Una vez entraron los sarracenos en el claustro del monasterio, y madonna Clara se hizo conducir hasta la puerta del refectorio y mandó que trajesen ante ella un cofrecito donde se guardaba el santísimo Sacramento del Cuerpo de nuestro Señor Jesucristo. Y, postrándose en tierra en oración, rogó con lágrimas diciendo, entre otras, estas palabras: «Señor, guarda Tú a estas siervas tuyas, pues yo no las puedo guardar». Entonces la testigo oyó una voz de maravillosa suavidad, que decía: «¡Yo te defenderé siempre!» Entonces la dicha madonna rogó también por la ciudad, diciendo: «Señor, plázcate defender también a esta ciudad». Y aquella misma voz sonó y dijo: «La ciudad sufrirá muchos peligros, pero será protegida». Y entonces la dicha madonna se volvió a las hermanas y les dijo: «No temáis, porque yo soy fiadora de que no sufriréis mal alguno, ni ahora ni en el futuro, mientras obedezcáis los mandamientos de Dios». Y entonces los sarracenos se marcharon sin causar mal ni daño alguno» (Proceso 9,2).
De manera semejante, dice el relato paralelo de Celano que los sarracenos cayeron sobre San Damián y entraron en él, hasta el claustro mismo de las vírgenes; entonces las damas pobres acudieron a su madre entre lágrimas. «Ésta, impávido el corazón, manda, pese a estar enferma, que la conduzcan a la puerta y la coloquen frente a los enemigos, llevando ante sí la cápsula de plata, encerrada en una caja de marfil, donde se guarda con suma devoción el Cuerpo del Santo de los Santos»
Todos los sarracenos se paralizaron. La audacia de estos fue cambiada por el temor; y abandonando con rapidez los muros que habían escalado, fueron dispersados por la fuerza de aquella que rezaba.