JUAN PABLO II
A LOS ARTISTAS
« Dios vio cuanto había hecho, y todo estaba muy bien » (Gn 1, 31)
El artista, imagen de Dios Creador
1. Nadie mejor que vosotros, artistas, puede intuir algo del pathos con el que Dios, en el alba de la creación, contempló la obra de sus manos, habéis admirado la obra, descubriendo en ella como la resonancia de aquel misterio de la creación a la que Dios, único creador de todas las cosas, ha querido asociaros.
El fecundo diálogo de la Iglesia con los artistas en dos mil años de historia no se ha interrumpido nunca,en el hombre artífice se refleja su imagen de Creador.
¿Cuál es la diferencia entre « creador » y « artífice »? El que crea da el ser mismo, saca alguna cosa de la nada y esto, es el modo de proceder exclusivo del Omnipotente. El artífice, por el contrario, utiliza algo ya existente.
Así pues, Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la «creación artística» el hombre se revela más que nunca «imagen de Dios» a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra.
El ser humano es autor de sus propios actos y responsable de su valor moral, el artista, cuando realiza una obra maestra, no sólo da vida a su obra, sino que por medio de ella, en cierto modo, descubre también su propia personalidad. En el arte encuentra una dimensión nueva y un canal extraordinario de expresión para su crecimiento espiritual. Por medio de las obras realizadas, el artista habla y se comunica con los otros. La historia del arte, por ello, no es sólo historia de las obras, sino también de los hombres.
Dios ante la creación, al notar que lo que había creado era bueno, Dios vio también que era bello. La relación entre bueno y bello suscita sugestivas reflexiones. La belleza es en un cierto sentido la expresión visible del bien, así como el bien es la condición metafísica de la belleza. A este respecto escribe Platón: «La potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello.
Entramos aquí en un punto esencial. Quien percibe en sí mismo esta especie de destello divino que es la vocación artística —de poeta, escritor, pintor, escultor, arquitecto, músico, actor, etc.— advierte al mismo tiempo la obligación de no malgastar ese talento, sino de desarrollarlo para ponerlo al servicio del prójimo y de toda la humanidad.
La ley del Antiguo Testamento presenta una prohibición explícita de representar a Dios invisible e inexpresable con la ayuda de una «imagen esculpida o de metal fundido» (Dt 27, 25).Sin embargo, en el misterio de la Encarnación el Hijo de Dios en persona se ha hecho visible: «Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4, 4). Dios se hizo hombre en Jesucristo, el cual ha pasado a ser así «el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo». El Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza, de la cual el mensaje evangélico está repleto.
La Sagrada Escritura se ha convertido así en «Atlas iconográfico» (M. Chagall) del que se han nutrido la cultura y el arte cristianos. El mismo Antiguo Testamento, interpretado a la luz del Nuevo, ha dado lugar a inagotables filones de inspiración. A partir de las narraciones de la creación, del pecado, del diluvio, del ciclo de los Patriarcas, de los acontecimientos del éxodo, hasta tantos otros episodios y personajes de la historia de la salvación, el texto bíblico ha inspirado la imaginación de pintores, poetas, músicos, autores de teatro y de cine. Desde la Navidad al Gólgota, desde la Transfiguración a la Resurrección, desde los milagros a las enseñanzas de Cristo, llegando hasta los acontecimientos narrados en los Hechos de los Apóstoles o los descritos por el Apocalipsis en clave escatológica, la palabra bíblica se ha hecho innumerables veces imagen, música o poesía, evocando con el lenguaje del arte el misterio del «Verbo hecho carne». Las obras inspiradas en la Escritura son un reflejo del misterio insondable que rodea y está presente en el mundo.
El creyente no se maravilla de esto: sabe que por un momento se ha asomado al abismo de luz que tiene su fuente originaria en Dios. ¿Acaso debe sorprenderse de que el espíritu quede como abrumado hasta el punto de no poder expresarse sino con balbuceos?
El conocimiento de la fe es de otra naturaleza. Supone un encuentro personal con Dios en Jesucristo. Este conocimiento, sin embargo, puede también enriquecerse a través de la intuición artística. Un modelo elocuente de contemplación estética que se sublima en la fe son, por ejemplo, las obras del Beato Angélico.
Macario el Grande comenta del siguiente modo la belleza transfigurante y liberadora del Resucitado: «El alma que ha sido plenamente iluminada por la belleza indecible de la gloria luminosa del rostro de Cristo, está llena del Espíritu Santo… es toda ojo, toda luz, toda rostro»
¿Quién no recuerda aquellos símbolos que fueron también los primeros inicios de un arte pictórico o plástico? El pez, los panes o el pastor evocaban el misterio, llegando a ser, casi insensiblemente, los esbozos de un nuevo arte.
Cuando, con el edicto de Constantino, se permitió a los cristianos expresarse con plena libertad, el arte se convirtió en un cauce privilegiado de manifestación de la fe. Comenzaron a aparecer majestuosas basílicas, en las que se asumían los cánones arquitectónicos del antiguo paganismo, plegándolos a su vez a las exigencias del nuevo culto. ¿Cómo no recordar, al menos, las antiguas Basílicas de San Pedro y de San Juan de Letrán, construidas por cuenta del mismo Constantino? se inspiraba en la savia pura del Evangelio, como sentenciaba con acierto el santo poeta de Nola: «Nuestro único arte es la fe y Cristo nuestro canto». Por su parte, Gregorio Magno, con la compilación del Antiphonarium, ponía poco después las bases para el desarrollo orgánico de una música sagrada tan original que de él ha tomado su nombre. Con sus inspiradas modulaciones el Canto gregoriano se convertirá con los siglos en la expresión melódica característica de la fe de la Iglesia en la celebración litúrgica de los sagrados misterios. Lo « bello » se conjugaba así con lo «verdadero», para que también a través de las vías del arte los ánimos fueran llevados de lo sensible a lo eterno.
El Concilio celebrado en Nicea el año 787, que estableció la licitud de las imágenes, fue un acontecimiento histórico no sólo para la fe, sino también para la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los Obispos para dirimir la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo de Dios ha entrado en el mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente con su humanidad entre lo visible y lo invisible, de forma análoga se puede pensar que una representación del misterio puede ser usada, en la lógica del signo, como evocación sensible del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que lleva al sujeto representado.
De aquí nacen los estilos tan conocidos en la historia del arte. La fuerza y la sencillez del románico, expresada en las catedrales o en los monasterios, se va desarrollando gradualmente en la esbeltez y el esplendor del gótico. En estas formas, no se aprecia únicamente el genio de un artista, sino el alma de un pueblo.Una entera cultura, aunque siempre con las limitaciones propias de todo lo humano, se impregnó del Evangelio y, cuando el pensamiento teológico producía la Summa de Santo Tomás, el arte de las iglesias doblegaba la materia a la adoración del misterio, a la vez que un gran poeta como Dante Alighieri podía componer « el poema sacro, en el que han dejado su huella el cielo y la tierra », como él mismo llamaba la Divina Comedia.
Desde aquí habla Miguel Ángel, que en la Capilla Sixtina, desde la Creación al Juicio Universal, ha recogido en cierto modo el drama y el misterio del mundo, dando rostro a Dios Padre, a Cristo juez y al hombre en su fatigoso camino desde los orígenes hasta el final de la historia. Desde aquí habla el genio delicado y profundo de Rafael, mostrando en la variedad de sus pinturas, y especialmente en la « Disputa » del Apartamento de la Signatura, el misterio de la revelación del Dios Trinitario, desde la majestuosa Basílica dedicada al Príncipe de los Apóstoles, desde la columnata que arranca de sus puertas como dos brazos abiertos para acoger a la humanidad, siguen hablando aún Bramante, Bernini, Borromini o Maderno, por citar sólo los más grandes, ofreciendo plásticamente el sentido del misterio que hace de la Iglesia una comunidad universal, hospitalaria, madre y compañera de viaje de cada hombre en la búsqueda de Dios. ¿cómo no recordar a Pier Luigi da Palestrina, a Orlando di Lasso y Tomás Luis de Victoria—, es bien sabido que muchos grandes compositores —desde Händel a Bach, desde Mozart a Schubert, desde Beethoven a Berlioz, desde Liszt a Verdi— nos han dejado asimismo obras de gran inspiración en este campo.
11. El Concilio Vaticano II ha puesto las bases de una renovada relación entre la Iglesia y la cultura, los Padres dirigieron un saludo y una llamada a los artistas: «Este mundo en que vivimos —decían— tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración» cuando sus obras son capaces de reflejar de algún modo la infinita belleza de Dios y de dirigir el pensamiento de los hombres hacia Él.
La Iglesia necesita, de aquellos que sepan realizar todo esto en el ámbito literario y figurativo, sirviéndose de las infinitas posibilidades de las imágenes y de sus connotaciones simbólicas. Cristo mismo ha utilizado abundantemente las imágenes en su predicación, en plena coherencia con la decisión de ser Él mismo, en la Encarnación, icono del Dios invisible.
De hecho, los temas religiosos son de los más tratados por los artistas de todas las épocas. La mía es una invitación a redescubrir la profundidad de la dimensión espiritual y religiosa que ha caracterizado el arte en todos los tiempos, en sus más nobles formas expresivas. En este sentido os dirijo una llamada a vosotros, artistas de la palabra escrita y oral, del teatro y de la música, de las artes plásticas y de las más modernas tecnologías de la comunicación.
Todo ser humano es, en cierto sentido, un desconocido para sí mismo. Jesucristo no solamente revela a Dios, sino que «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre». En Cristo, Dios ha reconciliado consigo al mundo. Todos los creyentes están llamados a dar testimonio de ello; pero os toca a vosotros, hombres y mujeres que habéis dedicado vuestra vida al arte, decir con la riqueza de vuestra genialidad que en Cristo el mundo ha sido redimido: redimido el hombre, redimido el cuerpo humano, redimida la creación entera, de la cual san Pablo ha escrito que espera ansiosa «la revelación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Espera la revelación de los hijos de Dios también mediante el arte y en el arte. Ésta es vuestra misión. En contacto con las obras de arte, la humanidad de todos los tiempos —también la de hoy— espera ser iluminada sobre el propio rumbo y el propio destino.