Es el primero de los cuatro profetas que se llaman mayores. Su padre se llamaba Amos y profetizó en los reinados de Ocias, Joatán, Acaz y Ezequías, cerca de ochocientos años antes de Cristo. Es constante tradición de los judíos, apoyada por San Jerónimo, San Agustín y muchos Padres antiguos, que el impío rey Manases, su pariente y cuñado, que sucedió a Ezequías, le quitó la vida haciéndole aserrar por medio, siendo ya Isaías de edad de cien años.
El principal objeto de sus profecías es el echar en rostro a los habitantes del reino de Judá y de Jerusalén sus infidelidades, anunciarles el castigo de Dios, que les vendría primero por el ejército de los asirlos, en el reinado de Senaquerib, y después por el de los caldeos, en el reinado de Nabucodonosor. Les profetiza que este rey se los llevará cautivos y destruirá a Jerusalén y su templo. Les predice que después, en el reinado de Ciro, volverán a su patria, que serán reedificados Jerusalén y el templo, y que las dos casas o reinos de Israel y de Judá volverán a formar un solo pueblo.
Pero entre estas profecías hay algunas que no pueden aplicarse a los sucesos que acontecieron después de la vuelta del cautiverio, y es preciso entenderlas de la venida de Jesucristo y del establecimiento de su Iglesia y de lo que había de suceder en ella. Isaías habla tan clara y puntualmente de Jesucristo y de su Iglesia, que más parece evangelista que profeta, como dice San Jerónimo. Así es que el mismo Divino Salvador se aplicó a sí mismo muchas profecías de Isaías, y vemos que los evangelistas y apóstoles citan varias veces el cumplimiento de ellas en Jesucristo. Es muy admirable el anuncio de que el Mesías nacería de una Virgen (1) y lo que dice en el capítulo 53 sobre la pasión de Jesús.
Isaías es tenido por el profeta más elocuente. Su lenguaje es grande y elevado y de fuertes y vivas expresiones. Grocio le compara a Demóstenes, tanto en la pureza como en la vehemencia del estilo. No hay profeta citado con más frecuencia en los libros del Nuevo Testamento.
(1) Is 7, 14