Los 6 días de la creación se acabaron, estamos en el 7 día cuando Dios descansa, el milenio, donde se desata la bestia, (1 día para Dios son como Mil años para el hombre).
Giovanni Papini (Florencia, 9 de enero 1881 – 8 de julio de 1956) fue un escritor italiano. Agnóstico, anticlerical, pero no obstante siempre abierto a nuevas experiencias espirituales, por influencia de su padre ateo y escéptico, posteriormente pasó a ser un fervoroso católico. Criado en una familia de condiciones humildes y de formación autodidacta, fue desde muy joven un infatigable lector de libros de todo género y asiduo visitante de las bibliotecas públicas, donde pudo saciar su enorme sed de conocimientos.
Le toco vivir el periodo durante el cual el vaticano estaba cerrado y en un estado de “toma” por parte del estado italiano.
El 7 de junio de 1929, el Vaticano se constituyó como estado soberano, con 44 hectáreas y con la garantía de la total independencia del Papa.
Es el único país que tiene el latín como lengua, y la única autocracia del mundo. La Ley Fundamental de la Ciudad del Vaticano, da al Papa la plenitud de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial.
Benito Mussolini, representando al rey Víctor Emmanuel II, intercambió con el Cardenal Pietro Gasparri, Secretario Papal de Estado, en representación del Papa Pio XI, la ratificación del Tratado de Letrán.
Desde 1870 había estado cerrada la puerta de bronce que conduce al vaticano, que había perdido sus territorios Pontificios y ese día fue abierta. Desde entonces ha habido 8 Papas, incluyendo a Francisco.
EL ESTIÉRCOL DEL DEMONIO, por Giovanni Papini.
Consideren bien los hombres que han de nacer todavía: Jesús no quiso tocar nunca con sus manos una moneda. Las manos que amasaron el polvo de la tierra para dar vista al ciego; las manos que tocaron las carnes infectas de los leprosos y los muertos; las manos que abrazaron el cuerpo de Judas –mucho más infecto que el polvo, que la lepra y que la putrefacción-; las manos blancas, puras, saludables, curadoras, que de nada podían contaminarse, jamás han soportado uno de esos discos de metal que ostentan en relieve el perfil de los amos del mundo. Jesús podía nombrar, en sus parábolas, las monedas; podía mirarlas en manos ajenas, pero tocarlas, no. Le repugnaban, con repugnancia cercana al horror. Todo su ser se rebelaba ante el pensamiento de un contacto con esos sucios símbolos de la riqueza… Pero un día Jesús tuvo que considerar una moneda. Le preguntaron si era lícito al verdadero israelita pagar el censo. Y respondió al punto: “Mostradme la moneda del censo”. Y se la mostraron: mas no quiso tomarla en la mano. Era una moneda imperial, una moneda romana, que llevaba impresa la faz hipócrita de Augusto. Pero él quería ignorar de quien era aquel rostro.
Preguntó: “¿De quién es esa imagen y esta inscripción?”. Le respondieron: “De César”. Entonces arrojó a la cara de los ladinos demandantes la palabra que les llenó de estupor: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”.
Muchos son los sentidos de estas palabras; baste, por ahora, detenerse en la primera: dad. Dad lo que no es vuestro. Los dineros no os pertenecen. Son hechos para los poderosos, para las necesidades del poder. Son propiedad de los reyes y del reino –del otro reino, el que no es vuestro. El rey representa la fuerza y es protector de las riquezas; pero nosotros nada tenemos que ver con la violencia y rehusamos la riqueza. Nuestro Reino no tiene poderosos ni ricos; el Rey que está en los cielos no acuña moneda. La moneda es un medio para el cambio de bienes terrenales. Lo poco que necesitamos –un poco de sol, un poco de aire, un poco de agua, un pedazo de pan, un manto- nos es dado gratuitamente por Dios y por los amigos de Dios. Vosotros os afanáis toda la vida por juntar un gran montón de esos discos grabados…
La moneda, que ha hecho morir a tantos cuerpos, hace morir todos los días a miles de almas. Más contagiosa que los harapos de un apestado, que el pus de una pústula, que las inmundicias de una cloaca, entra en todas las casas, brilla en los mostradores de los cambistas, se amontona en las cajas, profana la almohada del sueño, se esconde en las tinieblas fétidas de los escondrijos, ensucia las manos inocentes de los niños, tienta a las vírgenes, paga el trabajo del verdugo, circula a la faz del mundo para encender el odio, para atizar la codicia, para acelerar la corrupción y la muerte.
El pan, santo ya en la mesa familiar, se convierte en la mesa del altar en el cuerpo inmortal de Cristo. También la moneda es el signo visible de una transubstanciación. Es la hostia infame del Demonio. Los dineros son los excrementos corruptibles del Demonio. El que pone su corazón en el dinero y lo recibe con afán, comulga visiblemente con el Demonio. Quien toca el dinero con voluptuosidad, toca, sin saberlo, el estiércol del Demonio.
El puro no puede tocarlo; el santo no puede soportarlo. Saben con indudable certeza cuál es su repugnante esencia. Y sienten hacia la moneda el mismo horror que el rico hacia la miseria.
(Giovanni Papini, Historia de Cristo. Ediciones Fax. Madrid. 1956).

































