Los cristianos no buscamos el sufrimiento, las lágrimas, la miseria, pero cuando llegan sabemos asumirlas con espíritu de fe, la enseñanza de Jesus nos ha inculcado la importancia de ayudar a los demás, ser buenos samaritanos, debemos tener limpio el corazón, para ser instrumentos de paz en nuestro entorno y para cumplir cabalmente los mandamiento debemos defender la justicia.
“¡El navío se hunde!” – exclamaba san Jerónimo, ante la caída de Roma: “Mi voz se extingue, los sollozos embargan mis palabras. ¡La ilustre capital del imperio ha sido tomada!»
Quien mejor entiende que la vida debe orientarse hacia Dios se hace santo, como San Benito, quien buscando antes que nada el Reino de Dios, sembró, quizá sin ni siquiera darse cuenta, la semilla de una nueva civilización, que se desarrollaría, integrando los valores cristianos con la herencia clásica, mientras el Imperio Romano se desmoronaba bajo los golpes devastadores de las hordas bárbaras.
Benito no fundó una orden monástica orientada a la evangelización de los bárbaros, sino que indicó a sus seguidores el único fin honesto de la vida, la búsqueda de Dios: «Quaerere Deum», sabía que cuando el creyente entra en una verdadera relación con Dios no puede vivir de manera mediocre. Desde esta perspectiva, se entiende mejor la expresión que Benito tomó de san Cipriano y que, en su «Regla» (IV, 21), sintetiza el programa de vida de los monjes: «Nihil amori Christi praeponere», «No anteponer nada al amor de Cristo».
Habia abandonado Roma -donde habia ido a estudiar-al ver la perversion del pecado y acaso entendiendo lo que se cernia sobre aquella ciudad decadente, refugiandose en Affile a casi 50 km. de Roma, sitio elegido para su recogimiento, cerca de alli en un lugar llamado Subiaco, se alojó en una minúscula gruta y alli empezo su camino a la santidad, en la mas absoluta pobreza y abstinencia.
Su hermana escolastica fue la fundadora de la rama femenina de los Benedictinos.
El año de la partida de la santa al cielo (547), vino como cada año a visitar a su santo hermano quien la recibía en una casita cercana al monasterio acondicionada para tal proposito, acompañado por algunos discípulos. Pasaron todo el día en santos coloquios, que se prolongaron hasta avanzadas horas de la noche. Presintiendo la cercanía de su propia muerte, Escolástica dijo a su hermano:
– Te suplico que no te vayas ahora, para poder conversar hasta mañana sobre las alegrías de la vida celestial.
– ¡¿Qué me dices, hermana?! ¡De ninguna manera puedo pasar la noche fuera del monasterio!
Frente a esa respuesta, Escolástica apoyó su cabeza entre sus manos y rezó por algunos instantes. Hasta entonces el cielo estaba diáfano y sereno; pero cuando la santa levantó la cabeza, se desató una lluvia torrencial, con relámpagos y truenos tan violentos que el abad y sus discípulos no podían pensar siquiera en salir de la casa.
– ¡Que Dios todopoderoso te perdone, hermana! ¿Qué has hecho?
– Te supliqué y no me quisiste atender. Rogué a mi Señor y Él me escuchó. Ahora sal si puedes, y vuelve al monasterio…
San Benito comprendió que debía conceder a la fuerza lo que, por amor a la regla, no había querido otorgar voluntariamente. Y así pasaron la noche en vela, discurriendo sobre la vida espiritual. Y obedeciendo al mandato:
«Hablando entre ustedes, con salmos, himnos y cánticos espirituales, cantando y salmodiando al Señor en vuestros corazones, dando siempre gracias por todas las cosas a Dios Padre, en nombre de nuestro Señor Jesucristo». Efesios 5,18-20
El santo abad anunció con meses de antecedencia la fecha de su muerte. Seis días antes, mandó preparar su sepultura. Enseguida lo acometió una violenta fiebre.
Como la enfermedad se agravaba cada vez más, el día anunciado se hizo llevar al oratorio donde, fortalecido por la Santísima Eucaristía y apoyado en los brazos de sus discípulos, murió de pie con las manos elevadas al cielo y los labios pronunciando una última oración.