«La santa Madre Iglesia considera deber suyo celebrar con un sagrado recuerdo, en días determinados a través del año, la obra salvífica de su divino Esposo… Conmemorando así los misterios de la Redención, abre las riquezas del poder santificador y de los méritos de su Señor, de tal manera que, en cierto modo, se hacen presentes en todo tiempo para que puedan los fieles ponerse en contacto con ellos y llenarse de la gracia de la salvación»
Si la tiniebla resplandeciente envolvía la cruz del Viernes Santo sumiéndonos en dolor inconsolable por la muerte del Señor, en la fiesta de la Exaltación cantamos con alegría y sincero agradecimiento al madero de la cruz, árbol de la vida, símbolo real de nuestra redención. Como reza la liturgia evocando la profecía de Ezequiel’, «en medio de la ciudad santa de Jerusalén está el árbol de la vida, y las hojas del árbol sirven de medicina a las naciones» (ant. 2, 1 Vísp;). La celebración litúrgica de este día nos transporta al Calvario para abrazarnos a la cruz, o mejor para dejarnos abrazar por ella, de modo que imprirna su marca en nosotros, pues la cruz es el signo y la señal del cristiano. La cruz nos identifica como discípulos del Crucificado, resucitado por el poder de Dios. La Exaltación de la Santa Cruz, al ponernos en el centro de la memoria y de la contemplación el significado redentor de este árbol de vida, nos invita a la alabanza y a la adoración, los dos ejes de la liturgia de esta fiesta.
«Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado («exaltad’) el Hijo del hombre» (Jn 3, 14) y, más adelante, «cuando yo sea elevado (`exaltatus’) sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Pero detrás del término «exaltación» está también el antiguo gesto litúrgico, conocido en la tradición oriental y occidental, de colocar en alto la reliquia de la Cruz para la adoración de los fieles y la posterior bendición con ella.
‘ De la fuente del templo brotará un torrente: «Por donde quiera que pase el torrente, todo ser viviente que en él se mueva vivirá… porque allí donde penetra esta agua lo sanea todo, y la vida prospera en todas partes adonde llega el torrente… A orillas del torrente, a una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyo follaje no se marchitará y cuyos frutos no se agotarán… Y sus fritos servirán de alimento, y sus hojas de medicina (Ez 47, 9-12).
La Exaltación de la Santa Cruz nos invita a la acción de gracias y a la adoración: por el madero de la Cruz nos vino la salvación; en ella ha muerto, por nosotros, el Hijo de Dios, misterio de salvación que lo acogernos en la fe postrados en humilde adoración. La cruz es el signo de la victoria del amor y de la gracia, porque en ella Cristo derrotó a los poderes de este mundo, el pecado y la muerte. La cruz nos identifica como cristianos, porque nos introduce en el destino sacrificial del Maestro. Por la muerte de Cristo en ella, la cruz, de instrumento de tortura y maldición, ha pasado a ser el símbolo de la redención. Ella nos abraza cuando nos signamos a lo largo de la vida, desde el mismo umbral del bautismo hasta el momento de cerrarnos los ojos al concluir nuestra peregrinación por este mundo. La cruz corona nuestros montes como señal que invita a elevar más arriba la mirada; está en los caminos a modo de brújula celeste que nos orienta en las encrucijadas de la vida; preside nuestras iglesias como memoria perpetua de la obra de la redención que en ellas conmemoramos. La cruz no es un amuleto o un bello adorno para orejas, nariz o cuello; la cruz es el símbolo más serio, más entrañable, más exigente y comprometedor, porque es el signo de la vida alcanzada al precio de la muerte. A los cristianos nos corresponde mostrar en todo tiempo y lugar la veneración y estima por este signo santo.