La palabra herejía es una derivación de un término griego que significa Yo «elijo», Yo «quiero», Yo «escojo».
No os parece que es grandísima y extremada soberbia fiarse uno tanto de sí mismo y aferrarse tanto en su propio juicio, que venga a creer y tener por más verdadero lo que a él le parece y se le antoja, que lo que a la Iglesia Católica romana ha determinado que se crea?
Que se ha aprobado en tantos Concilios, donde se ha juntado la nata de todo cuanto bueno ha habido en el mundo, así en letras como en santidad, y se ha confirmado con la sangre de tantos millares de mártires que han muerto por ello, y con innumerables milagros que se han hecho en su confirmación?
¿Y que venga el otro a decir: pues más creo yo en lo que he soñado esta noche.
Los dogmas católicos son expresiones de la Voluntad Divina, no de la libre elección de unos hombres, por más sabios que sean. Fue Cristo mismo quien encomendó a su Iglesia la trasmisión de tal Revelación a la humanidad: el anuncio de la Buena Nueva.
Por eso los misterios divinos, que la iglesia tiene la misión y la obligación de proponer a todos los hombres, no son conclusiones variables y oscilantes de la razón humana, son afirmaciones absolutas que se apoyan en la veracidad de Dios que las ha revelado. Por eso jamás podrá tolerar ni la herejía que niega las verdades reveladas o las tergiversa, ni que se las someta a las fluctuaciones y al progreso indefinido de los razonamientos humanos y de las experiencias religiosas.
Rodríguez, Alonso, Ejercicios de perfección y virtudes cristianas, pág. 261.