Al alma culpable, oprimida bajo el peso de sus faltas, Jesús dice: “Confía, hijo; tus pecados te son perdonados”. (Mat. 9,2) “Confianza”, decía también a la enferma abandonada que sólo de El esperaba la curación, “tu fe te ha sanado” (Mat. 9,22).
Cuando los Apóstoles temblaban de pavor viéndole caminar, por la noche, sobre el lago de Genasaret, El los tranquilizaba con esta expresión tranquilizadora: “Tened confianza, soy Yo, no temáis” (Mc. 6,50).
Y en la noche de la Cena, conociendo los frutos infinitos de su sacrificio, El pregonó, al partir hacia la muerte, el grito de triunfo: “¡Confiad! ¡Confiad! ¡Yo he vencido al mundo!” (Jn. 26,33).
Esta palabra divina, al salir de sus labios adorables, vibrante de ternura y de piedad, obraba en las almas una transformación maravillosa. Un rocío sobrenatural les fecundaba la aridez, rayos de esperanza les disipaban las tinieblas, una tranquila serenidad ahuyentaba de ellas la angustia. Pues las palabras del Señor son “espíritu y vida” (Jn. 6,64).
“Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc. 2,28).
Pocos cristianos, incluso entre los fervorosos poseen esta confianza que excluye toda ansiedad y toda duda. San Pedro. Con su impetuosidad habitual, midió de un solo golpe la distancia infinita que separaba la grandeza del Maestro de su propia pequeñez. Tembló de terror sagrado, y prosternándose, rostro en tierra, exclamó: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador” (Lc. 5,8).
La confianza es la fe con esperanza, La define Santo Tomás asi: “Una esperanza fortalecida por la sólida convicción”. “La confianza -dice él- es una esperanza”
“El Señor es mi luz y mi salvación… ¿a quién temeré? El Señor protege mi vida… ¿quién me hará temblar” (Sal. 26,1). Existen entre la fe y la confianza relaciones estrechas, lazos íntimos de parentesco, se debe encontrar en la fe “la causa y la raíz” de la confianza.
Al justo Job le sostenían los pensamientos de la fe. “Aunque el mismo Señor me quitase la vida -decía- esperaría en El” (Job 13,15). Tenía Confianza verdadera, Fe con esperanza en que Dios quiere lo mejor.
San Martín, en un viaje, cayó en las manos de salteadores. Los bandidos le despojaron; iban a matarlo cruelmente, cuando, de repente, tocados por la gracia del arrepentimiento o llevados por un pavor misterioso, lo soltaron contra toda esperanza. Se le preguntó más tarde al ilustre obispo si, en ese riesgo inminente, no había sentido algún miedo. “Ninguno -respondió-yo sabía que la intervención divina era tanto más segura cuanto más improbable eran los socorros humanos”.
Los cristianos en las horas difíciles, rezamos con fervor, pero sin constancia. Si no son atendidos rápidamente, entonces, pasan de una esperanza exaltada a un abatimiento disparatado. No conocen los caminos de la gracia. Dios nos trata como niños: Se hace el sordo, a veces, por el placer que siente de oírnos invocarle… ¿Por qué desanimarse tan deprisa, cuando convendría, por el contrario, rogar con mayor insistencia…? Esta es la doctrina enseñada por San Francisco de Sales: “La Providencia sólo aplaza su socorro para provocar nuestra confianza. Si nuestro Padre Celestial no concede siempre lo que pedimos, es para retenernos a sus pies y darnos ocasión de insistir con amorosa violencia junto a El, como claramente mostró a los dos discípulos de Emaús, con los cuales sólo se detuvo al final del día y, aun así, forzado por ellos” (Pequeños bolandistas, t. XIV, p. 452).
MUERTE VENCIDA, CRISTO VENCEDOR
(«Por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la
resurrección de los muertos.
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?».
«Gracias sean dadas a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor
Jesucristo», 1ª Corintios 15:21,55,57)
¡Oh Muerte!, torcedora garra impía,
Jesús deshizo tu mortal discurso;
abrió tu piedra estructurada yerta;
rompió tus cavidades, lengua y boca;
secó tus fauces de homicida absurdo.
¡Oh Muerte! ¿Viste al Cristo levantado
que irrumpe vivo de tu esquema inerte?
En otro tiempo yo temí tu zarpa,
tus huellas, tus vendajes, tu soborno;
mas hoy, Jesús, Señor Resucitado,
es mi victoria, mi armadura, el reino,
mi gloria y mi sustento cotidiano.
¡Oh Muerte!, tus murallas han caído;
también cayeron miedos y agonías;
no tienes vida, flores ni esperanza,
tu reino de cavernas tiembla;
tu imperio y tu aguijón están en ruinas.
¡Oh Muerte!, ¡¿Viste al Cristo levantado
a cuya voz el viento cesa y calla?!
Tus lienzos, tu cilicio, ya no sirven.
¡Oh Muerte, escucha, Cristo te ha vencido,
el miedo de tu imperio ha terminado,
y tu aguijón se bate en retirada!
¡Es Cristo el vencedor glorificado!