La Misa exequial es la liturgia o ceremonia religiosa que se celebra por un difunto catolico, es presidida por un sacerdote y se lleva a cabo en la iglesia, por lo general el día del entierro.
Todo católico, a menos que esté excomulgado, tiene derecho a este ministerio de la Iglesia al momento de muerte.
Banderas o insignias deben ser removidas del ataúd antes de entrar a la iglesia.
El entierro, en la tierra bendita de un cementerio católico, es un signo del compromiso bautismal y da testimonio, aun en la muerte, de la fe en la resurrección de Cristo. La cremación fue vista como rito pagano y no fue permitida por la iglesia hasta 1985 y eso en excepcionales circunstancias.
El Rito de sepelio, que no son las exequias, lo puede celebrar cualquiera incluso un laico, al pie de la tumba, no es un sacramento católico.
En el año 1082 falleció un doctor de la Universidad de Paris llamado Raymond Diocres, conocido en toda Europa.
Bruno, hallábase entonces en Paris con cuatro compañeros, y asistió a las exequias del ilustre difunto, en la catedral de Notre Dame.
En el momento en que se leía una de las lecciones del Oficio de difuntos, que empieza así:
– “Respóndeme. ¡Cuán grandes y numerosas son tus iniquidades!”,
sale de debajo del fúnebre velo una voz sepulcral, y todos los concurrentes oyen estas palabras:
– “Por justo juicio de Dios he sido acusado”.
Acuden precipitadamente, levantan el paño mortuorio: el pobre difunto estaba allí inmóvil, helado, completamente muerto. Se continuó la ceremonia por un momento interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los concurrentes.
Se vuelve a empezar el Oficio, se llega a la referida imprecacion:
– “Respóndeme”, y esta vez a vista de todo el mundo ve levantarse el muerto, y con fuerte y acentuada voz dice:
“Por justo juicio de Dios he sido juzgado” .
Y vuelve a caer. El terror del auditorio llega a su colmo: dos médicos certifican de nuevo la muerte; el cadáver estaba frío, rígido; no se tuvo valor para continuar, y se aplazó el Oficio para el día siguiente.
Las autoridades eclesiásticas no sabían qué resolver. Unos decían:
– “Es un condenado; es indigno de las oraciones de la Iglesia”.
Decían otros:
– “No, todo esto es sin duda espantoso; pero al fin, ¿no seremos todos acusados primero y después juzgados por justo juicio de Dios?”.
El Obispo fue de este parecer, y al siguiente día, a la misma hora, volvió a empezar la fúnebre ceremonia, hallándose presentes, como en la víspera, Bruno y sus compañeros.
Toda Paris acudió a la iglesia. Vuelve, a empezarse el Oficio. A la misma imprecacion:
– “Respóndeme”, el cuerpo del doctor Raymond se levanta de su asiento, y con un acento indescriptible que hiela de espanto a todos los concurrentes, exclama:
– “Por justo juicio de Dios he sido condenado” – y volvió a caer inmóvil.
Esta vez no quedaba duda alguna: el terrible prodigio, justificado hasta la evidencia, no admitía replica. Por orden del Obispo se despojó al cadáver de las insignias de sus dignidades, y fue llevado a un muladar, negándole las exequias.
Al salir de la gran sala de la Cancillería, Bruno, se decidió a dejar el mundo, y se fue con sus compañeros a buscar en las soledades, cerca de Grenoble, un retiro donde pudiese asegurar su salvación, y prepararse así para los justos juicios de Dios. Hoy se le conoce como san Bruno fundador de la orden de los Cartujos, modelo perfecto del estado de contemplación y penitencia.