San Luis Rey de Francia
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”.
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje ‘instintivo’ la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad… Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza por tanto es uno de los ídolos de nuestros días. Dios nos invita a purificar nuestro corazón de los malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza.
Quien quiera andar por el camino de Dios ha de librarse de la codicia, desprendiéndose de la preocupación excesiva de los bienes materiales. Lo que Cristo exige es el desprendimiento del alma de las cosas de este mundo, llevando una vida sencilla, conscientes en todo momento de la pobreza del hombre frente a Dios, viviendo esa virtud que es fundamental para el cristiano: la humildad.
Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos. Catecismo 1716
El hecho de que no se posea dinero, no es de por sí una virtud, se puede ser muy pobre, pero tener la soberbia del rico.
Sólo el pobre de espíritu sale de sí mismo, se pone en camino, no puede estar tranquilo, acepta ser molestado por la palabra de Dios. Por eso, Abraham fue el primer pobre, el primer fiel a la voz de Dios, cuando Dios le dijo: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”. Gen 12,1. Abraham atendió la Palabra de Dios, abandonó su país, dejó sus tierras, sus hábitos, su pasado, y se puso en camino, partió, “sin saber a dónde iba” Hebr 11,8 “señal infalible de que estaba en el buen camino”, como dice San Gregorio de Nicea, Padre de la Iglesia.