Dicen los protestantes que «Un evangélico es alguien que se mantiene firme en una posición teológica muy definida, una posición teológica que nació de la Reforma. Los reformadores buscaron basar toda su teología y enseñanza sobre la autoridad de la Escritura. (…) La base única y suficiente para la Reforma en Europa fue la autoridad de la Escritura. (…)
Pero… ¿Dónde dice la Escritura que la Revelación divina se limita a la Escritura? ¿Dónde dice la Escritura que todo lo que Dios manda creer se encuentra sólo en la Escritura? ¿Dónde dice la Escritura que no hay más que una fuente de la Revelación divina: la Escritura, y que, por ende, hay que aceptar la Escritura como autoridad final? En ninguna parte; es más, la propia Escritura nos certifica que son dos las fuentes de la Revelación divina: la Escritura y la Tradición oral divino-apostólica. De hecho sabemos quien escribió los evangelios por la tradición, porque en ellos no dice yo fulano escribo este evangelio, pero la iglesia Sabe, la tradición dice quién lo escribió. Por ejemplo Levi o Mateo, el recaudador de impuestos, escribió en taquigrafia cada palabra que escuchaba de Cristo y de allí viene su evangelio, es como una grabación, tomada en el mismo instante, pero no lo escribió todo, porque, fueron tantas cosas que, si se escribieran una por una, creo que en todo el mundo no cabrían los libros que podrían escribirse.
«Manteneos, pues, hermanos, firmes y guardad las tradiciones que recibisteis, ya de palabra, ya por nuestra carta» (II Tes. 2, 15); «muchas otras cosas hizo Jesús, que, si se escribieran una por una, creo que este mundo no podría contener los libros» (Jn. 21, 25). Está clarísimo: la misma Escritura nos enseña que existe una Palabra de Dios no escrita, transmitida por Dios a los Apóstoles, y por éstos a sus sucesores. Esta Palabra divina no escrita es la segunda fuente de la Revelación: la Tradición, que completa a la Sagrada Escritura con verdades no contenidas en ésta. Los tesoros que encierra pueden encontrarse en los escritos de los Santos Padres de la Iglesia (y en algunos sitios más: la divina liturgia, que se remonta, en su núcleo central, a Cristo y los Apóstoles; las Actas de los mártires, que contienen las verdades de fe creídas por la Iglesia primitiva, verdades por las que muchos cristianos dieron su sangre; algunos de los cuales fueron discípulos de los Apóstoles, y otros fueron discípulos de estos discípulos, formando así una cadena que llega hasta el Medievo (el último Padre de la Iglesia fue San Bernardo de Claraval). Tenía, pues, toda la razón del mundo el Concilio de Trento al definir, infaliblemente, que la Divina Revelación «se contiene tanto en los libros escritos cuanto en las tradiciones no escritas» (Denz., 783).
Los Apóstoles y evangelistas escribían lo mismo que predicaban pero la totalidad de su predicación y de la de Cristo NO se contiene en las Escrituras. Y NO dejaron por escrito todas las verdades que predicaron Cristo no escribió nada y San Pablo, Sería imposible que encerrase en catorce epístolas todo lo que enseñó en treinta y tres años»
Así pues: «Es evidente que no todo fue dicho por los Apóstoles en las epístolas, sino que muchas enseñanzas las hicieron sin cartas; tanto unas como otras son dignas de la misma fe, dice San Juan Crisóstomo en su comentario Homil. IV in II Thes. 2, 2.
Esto lo confirma San Juan: ‘Mucho más tendría que escribiros, pero no he querido hacerlo con papel y tinta, porque espero ir a vosotros y hablaros cara a cara’ (II Jn. 12); ‘muchas cosas tendría que escribirte, pero no quiero hacerlo con tinta y cálamo; espero verte pronto y hablaremos cara a cara’ (III Jn. 13).
Ciertamente eran cosas dignas de ser escritas; sin embargo, no las ha escrito sino dicho, y en lugar de Escritura ha hecho tradición. ‘Retén la forma de los sanos discursos que de mí oíste, inspirados en la fe y en la caridad de Cristo Jesús. Guarda el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo, que mora en nosotros’ (II Tim. 1, 13-14), decía San Pablo a Timoteo.
Eso se llama tradición. Y más adelante prosigue: ‘y lo que de mí oíste ante muchos testigos, encomiéndalo a hombres fieles capaces de enseñar a otros’ (II Tim. 2, 2).
El apóstol habla, los testigos lo ratifican, Timoteo debe enseñarlo a otros, y éstos, a su vez, a otros.
‘Os alabo de que en todo os acordéis de mí y retengáis las tradiciones que yo os he transmitido’ (I Cor. 11, 2).
‘Lo demás lo dispondré cuando vaya’ (I Cor. 11, 34), da pie a pensar que les había enseñado muchas cosas importantes, y, sin embargo, no tenemos ese escrito. ¿Acaso lo ha perdido la Iglesia? Por supuesto que no, sino que se ha transmitido por tradición;
Jesús enseña ‘Muchas cosas tengo aún que deciros, (Jn. 16, 12).
¿Acaso tiene sentido lo que entendía con las palabras ‘muchas cosas’, si todo estaba escrito? pero no conservamos por escrito todas las apariciones, después de su resurrección, ni lo que en ellas les decía» (San Francisco de Sales, Meditaciones sobre la Iglesia [Controversias], BAC, Madrid, 1985, págs. 204-205).